EL NARRADOR
CARACTERÍSTICAS GENERALES
DEL NARRADOR
Luis Quintana Tejera
Nihilismo y demonios: Carmen Laforet
Al presentar las características
generales del narrador tomaremos como ejemplo para fundamentar nuestras
apreciaciones, una novela de Miguel de Unamuno: Abel Sánchez. Ésta contiene elementos suficientemente
generales como para permitirnos una ubicación de los principales problemas
planteados en torno al narrador.
Todo relato[1] puede ser analizado desde la perspectiva de dos niveles:
historia y discurso. El plano de
la historia es aquél en el que se enfoca el acontecimiento narrado; mientras
que en el del discurso, se trabaja sobre el ordenamiento y organización del
acontecimiento, sobre la modalidad lingüístico-comunicativa de lo
acontecido. Es este último nivel el que
nos ocupa por ahora: nos interesamos en cómo está presentada la historia, qué
modalidad de enunciación adopta un hecho narrativo.
Entre los aspectos incluidos en el
área del discurso están la problemática del narrador (la voz [o voces] que
asume [asumen] la enunciación del discurso), la narración misma (los
acontecimientos se disponen con un orden, con una duración, desde varios puntos
de vista) y el narratario.
El discurso de un relato es una
organización de hechos que se propone como verdadera. Constituye un universo en el que no tienen
cabida las condiciones de verdad del mundo no literario, pues es un universo
cerrado, con sus propias leyes, de cuya realidad participa todo aquel que se
compromete con su lectura. Es éste un
pacto, un contrato de veri dicción,[2] en el que los participantes se comprometen a aceptar y
respetar la ilusión de verdad del texto.
Pero esta ilusión debe ser coherentemente sostenida por la
estructura del relato,[3] por su apego o desapego a determinado género, por la representación
que de los hechos efectúa el narrador, por el afán que el autor tiene de opacar
el estatuto de ficción del texto literario.
Aceptar el contrato implica
distinguir entre lo pertinente al mundo no literario y lo concerniente al
universo del relato en cuestión. La
primera distinción fundamental se establece entre escritor, autor y narrador,
de acuerdo con lo expresado al respecto por Roland Barthes y que fue citado en
la introducción de la investigación.
Dejando fuera al hombre perecedero,
al aquí llamado escritor,[4] centramos nuestra atención en la no siempre evidente
separación entre autor y narrador. El
primero participa de una instancia comunicativa externa, se dirige a un
lector (cuyo lugar asumimos en el acto de consumir[5] relatos) que como él está fuera del mundo de papel en
que habita la ficción. En el interior de
este universo construido están el narrador y el narratario, respectivamente la
voz que cuenta o relata la historia y aquél a quien se dirige la enunciación.
A diferencia de lo que acontece entre
autor y lector —el contrato de
veridicción por el que se juega a creer lo que se sabe "no real",
sino ficción— el narrador y el
narratario viven su realidad, e incluso llegan a introducir en ésta
relatos de ficciones, metadiégesis, como es el caso de los Cuentos de
Canterbury, Las mil y una noches, El Decamerón, etc.
Un posible esquema para las
relaciones comunicativas, del escritor al narrador, en Abel Sánchez es:
1
2
Miguel de Unamuno Lector real
Autor
Lector ideal
3
Narrador-relato-narratario
4
Joaquín Monegro-Memorias-Hija
En el primer marco se encuentran el
escritor[6] y el lector real, "los que son" en términos de
Barthes;[7] en el segundo, el Unamuno que desde su prólogo[8] emite juicios como
He
sentido la grandeza de la pasión de mi Joaquín Monegro y cuán superior es,
moralmente, a todos los Abeles. No es
Caín lo malo; lo malo son los cainitas.
Y los abelitas.[9]
o como este
otro, con el mismo estilo de justificación ante los actos de Monegro, ya no
desde el prólogo, sino desde el interior de la novela:[10]
¿No
hay quien se entrega a la bebida para ahogar en ella una pasión devastadora,
para derretir en vino un amor frustrado? (p. 89)
En el mismo nivel que el autor está
su destinatario, el lector ideal, aquél a quien el autor se dirige. En el tercer marco se encuentra la situación
comunicativa establecida entre el narrador y el narratario. Ésta es la que con mayor constancia se percibe,
la que más recovecos contiene.
En el cuarto marco encontramos a
Joaquín Monegro instaurado como emisor, narrador, de sus Memorias a la
destinataria, narrataria, que es su hija.[11]
Las responsabilidades del narrador
son variadas, nos centramos aquí en focalización, voz y tiempo del discurso.
El narrador ordena y jerarquiza acontecimientos
en el tiempo y en el espacio, adopta una perspectiva (un foco, una óptica) y un
modo (diálogo, narración, descripción) para su relato.[12]
Comenzamos preguntando quién mira
los hechos, desde qué perspectiva se enfocan; es ésta la materia a tratar por
la aspectualidad. No sólo en cada
relato puede adoptar la narración una focalización distinta, sino que incluso
una novela puede presentar distintas focalizaciones, como bien lo han
demostrado Robbe-Grillet, Faulkner y Woolf, entre otros.
Por otra parte, hablar de
focalización es hablar de quién ve, NO de quién cuenta. En la mayoría de los casos coinciden voz y
foco, pero ello no debe impedirnos distinguir las dos funciones, especialmente
si consideramos los casos en que no coinciden en un mismo elemento del relato.
Genette replantea la trilogía de la
perspectiva de Todorov de la siguiente forma:
TODOROV GENETTE
Narrador
omnisciente Focalización cero
Narrador
equisciente Focalización interna
Narradordeficiente Focalización externa
Además, la focalización interna se detalla en:
Además, la focalización interna se detalla en:
Focalización interna: fija, variable y múltiple.
El primer tipo de focalización, la
cero, es la del típico relato realista decimonónico al estilo de Balzac y
Dostoiewski: se trata de un narrador que no puede ser ubicado en un lugar fijo,
preciso, por el contrario, externo a la acción se mueve con libertad para dar
cuenta de ella según considere pertinente.
En el segundo tipo, la focalización interna, el narrador se
ubica en la conciencia de algún o algunos personajes. Es focalización interna fija cuando a lo
largo del relato la voz narrativa está ubicada en la conciencia de un
personaje, y siempre el mismo. Es
variable cuando el narrador cambia de óptica, de conciencia para contar
distintas acciones. Es múltiple cuando
un mismo hecho es narrado desde varias perspectivas, desde la conciencia de dos
o más personajes.[13]
Por último, es externa cuando el
narrador ve a los personajes desde fuera, sin entrar en la conciencia de
ninguno. Este tipo de relato suele
presentarse en algunos textos de carácter policiaco, concretamente, en el
género negro.
En el caso de la novela que hemos
tomado como ejemplo, el narrador depende en gran medida de las Memorias
de Joaquín para exponer los sentimientos de éste, y lo mismo sucede con otros
personajes. Sin embargo, de los otros
personajes también logra plantear elementos internos que no fueron expresados
ni por pláticas ni por la escritura en las Memorias ni por la confesión
o la discusión:
Abel
tembló, sin saber a punto cierto por qué, [...] (p. 133)
Solía
ir Helena a casa de su nuera [...] para corregir -así lo creía ella- [...] (p.
135)
El niño miraba sin comprender el
duelo entre sus dos abuelos, pero adivinando algo en sus actitudes. (p. 143)
No sucede así con Monegro. Lo que de él dice el narrador, incluso sus
pensamientos más ocultos, siempre está apoyado por el diario, directa o
indirectamente. De quien más
pensamientos o sentimientos presenta el narrador, sin que jamás la responsable
los haya hecho públicos, es de Helena.
Su orgullo, su vanidad, su desprecio, son resaltados por el narrador,
dado que las características del personaje le impiden confesarlo por sí misma,
como hace Joaquín: traicionándose en las discusiones, abriendo su alma ante el
sacerdote o desahogándose en las Memorias. Aunque ambos comparten el dar salida a parte
de sus sentimientos mediante insinuaciones, críticas y hasta acusaciones.
La relación entre el narrador y
Joaquín es interesante por esta extraña actitud de no asegurar lo que no pueda
desprenderse de las acciones, de las Memorias o de las palabras del
personaje:
Calló. No quiso o no pudo proseguir. Besó a los suyos. Horas después rendía su último cansado
suspiro. (p. 152)
Por lo que a la voz respecta, en
este caso tenemos un relato Heterodiegético:[14] el narrador no participa de la historia que cuenta. Ante ella, el "yo" de la
enunciación elige un discurso en tercera persona. El tipo de narración, en relación con la
ubicación temporal del narrador ante lo relatado es ulterior.
La voz que nos entera de la
historia procede de un emisor, alguien nos cuenta. Dicho emisor no puede ser sino una primera
persona, aquella que se identifica con el sujeto de la enunciación. Sin embargo, el emisor puede, y suele, no
usar la primera persona en su discurso,[15] su decisión corresponde a una estrategia de presentación
del discurso, no es un acto fortuito, sino un apoyo para la estructura del
relato. Así pues, debe reconocerse que
en el fondo de las tres posibilidades gramaticales básicas de expresión, en la
voz encontraremos una oposición dual: yo/no-yo.
Esta oposición vale a Genette para incrementar las categorías de su
tipología: en un relato homodiegético el narrador nos da cuenta de una historia
en la cual participa; si el narrador es el protagonista de la historia que
cuenta, la voz es autodiegética. En
contraste, en un narrador ajeno a la historia se reconoce una voz
heterodiegética. Nuevamente la
pertinencia de estas distinciones se verá en el marco del análisis; baste
mencionar que la distancia entre el narrador y los hechos narrados, determina
la distancia del lector, el registro verbal adoptado por la voz narrativa nos
arrastrará al centro mismo de las vivencias en un relato (como es el caso de Nada)
o bien mantendrá a distancia nuestra necesidad o curiosidad por adentrarnos en
los hechos relatados. La combinación
particular de estos elementos en cada texto tiene sus propios resultados.
Como ya antes habíamos dicho, dentro
de un relato pueden darse diferentes historias con diferentes narradores. Tales circunstancias se manifiestan
estratificadas: hay niveles de inserción de unas narraciones en otras. En la propuesta de Genette, el nivel más
externo es el extradiegético, el acto enunciativo que generalmente abre el
relato, el más amplio marco de la narración.
Es extradiegético el narrador que origina la diégesis (historia) que
engloba al resto. Toda otra historia que
se incluya en esta diégesis primaria[16] pertenecerá a un relato intradiegético o diegético. Si dentro del relato intradiegético se
presenta otro, este último será metadiegético, que puede a su vez
contener uno meta-metadiegético, etc.
En Abel Sánchez, el narrador
extradiegético abre[17] y cierra[18] la novela, la subtitula, cede paso después al autor (en
el "Prólogo") y constantemente intercala su relato con el de Monegro,
este último de nivel intradiegético.
En
cuanto al tiempo del discurso, debe tenerse presente que el narrador tiene como
función enterarnos de los acontecimientos que forman su historia, pero que el
orden en que los presenta no es obligatoriamente cronológico y causal (como
efectivamente sucedieron en la historia).
El narrador elegirá un momento determinado para iniciar su exposición,
pero nada (excepto la focalización adoptada) le impide volver en el tiempo de
la historia, o adelantarse al curso de los acontecimientos que narra. Él elige qué cuenta, cómo y cuándo.
EL
NARRADOR EN NADA
En Nada, primera novela de
Carmen Laforet, la focalización es interna fija y la narración
autodiegética. El narrador está
focalizado en Andrea, la protagonista.
Esta característica adentra al lector en la perspectiva de la
adolescente que es el centro de la novela.
Las penas y alegrías del personaje están más cercanas al lector, pues
las recibe de primera mano y desde el ángulo de quien las padece. Obsérvese que en cada novela la selección del
tipo de narrador obedece a propósitos diferentes.
El nivel de la información, al mismo
tiempo, en Nada está restringido a la protagonista; cuando Andrea llega a la
casa de la calle de Aribau, su conocimiento de los parientes que viven allí se
limita tan sólo a vagos recuerdos de cuando tenía siete años y estuvo en
Barcelona a visitarlos en compañía de sus padres.
Dice John Kronik en su ensayo sobre Nada:
La
apertura de la novela ya plantea la condición apagada de Andrea en términos
espaciales, dinámicos y metafísicos. La
primera metáfora que la narradora se aplica a sí misma -"una gota entre la corriente"
(I,11)- forja la imagen de una entidad
diminuta tragada por otra más grande. La
representación cuantitativa proyecta una valoración negativa de insignificancia
y de independencia truncada.[19]
La presencia de la joven estudiante
en Barcelona resulta señalada así en términos literarios, y el contraste
ubicado por el crítico marca esta diferencia.
El lector no puede dejar de notar la fragilidad, la inocente emoción de
la adolescente en este primer encuentro de Andrea con la ciudad y sus
parientes.
Además del reconocimiento de la
propia pequeñez, de lo sencillo que resulta ser absorbido por la multitud,
perderse en ella, en este encuentro se incorpora la idea de soledad subrayada
precisamente por el inmenso abismo entre lo individual y lo colectivo-anónimo:
Entre
la masa de la gente de la urbe, el individuo es una nulidad. A pesar de la expectación y alegría que
manifiesta la joven al llegar a la ciudad que había soñado, la narradora
anuncia la asfixia que va a sufrir Andrea cuando hace que el acto de respirar
se transforme lingüísticamente en tarea laboriosa.[20]
La joven protagonista se acerca
curiosa a su prácticamente desconocida familia, poco a poco se irá enterando de
cómo son sus miembros, cuáles son sus modestas aspiraciones, cuáles sus
pasiones y torpezas... Al trabar
contacto con sus parientes, ellos mismos se acercarán a Andrea para hacerla
partícipe de numerosos secretos; sus principales informantes en la casa de
Aribau son: Angustias, Román, Gloria y, —en menor medida— Juan y Antonia, la
sirvienta.[21]
Angustias queda descartada en forma
relativamente temprana por su decisión de abandonar la casa; Juan puede hacerse
a un lado, no sólo porque habla muy poco, sino también porque permanece gran
parte del tiempo separado de Andrea; por su parte, Antonia se manifiesta
siempre de manera muy parca, los datos que le llega a ofrecer a la joven son
mínimos; el caso de la abuela debemos mencionarlo como el de una persona que
habla mucho, pero su discurso enajenado representa una aportación descartable
en el entorno de su propia locura, y además empapado de una nostalgia que combina,
extrañamente, alegrías y tristezas.
De esta forma, el narrador con
focalización interna fija, nos cuenta lo que le contaron, pero sólo después de
haberlo pasado por el tamiz individual de su conciencia; por eso, su
cosmovisión estará siempre mediatizada por la subjetividad.
El Focalizador cero, en cambio,
selecciona la información y, como sabe más que cada uno de sus personajes,
combina dicho conocimiento para hilvanar la historia.
Ciertamente, ambos tipos de
focalización seleccionan la información, pero la selección del Focalizador cero
siempre será más completa que la del Focalizador interno fijo, sobre todo
porque este último ignora lo que piensan los otros personajes.
Nos proponemos escoger de las
actividades del narrador en Nada, los siguientes aspectos:
Desarrollo cronológico de
la historia
Al hacer referencia al problema del
tiempo y el espacio en esta novela, dice Illanes Adaro:
La
posguerra y la ciudad de Barcelona son dos elementos fundamentales en esta obra
de Carmen Laforet. Son el tiempo y el
espacio de Nada, aunque también se remite a estos dos factores en sus
obras posteriores, lo que prueba que su estancia en esta ciudad y en aquellas
circunstancias ahincaron fuertemente en su ser.[22]
Consideramos que las referencias
relativas a las nociones de tiempo-espacio van mucho más allá que la
determinación de un gran período: la
posguerra, y un espacio
meramente físico: Barcelona.
En este mismo contexto, debemos
considerar la opinión crítica de María Nieves Alonso quien señala:
En
la novela de Carmen Laforet el tiempo dominado por la absoluta ilusión e
inocencia se encuentra situado mayormente fuera de lo narrado. Es el tiempo anterior a la llegada de Andrea
a la ciudad de Barcelona, anterior a sus dieciocho años. Sin embargo a través de la evocación de la
protagonista podemos reconstruir un mundo donde la esperanza y el sueño lo
dulcifican todo, un espacio en el cual la posibilidad de ser libre, auténtica y
amada, es real.[23]
Aunque no aparece planteado
expresamente, la historia de Nada
-historia que abarca un año en la vida de Andrea, joven de dieciocho años- está
relacionada con las estaciones del año a manera de un paralelismo entre los
acontecimientos y dichas estaciones.
Comienza en el mes de octubre,
tiempo después de haber terminado la guerra civil española:
Uno de
esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra
se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor
que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero. (Nada, p.
12)
Enfilamos
la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre
de espeso verdor y su silencio vívido de la respiración de mil almas detrás
de los balcones apagados. (Ibid., p. 13)[24]
Es el otoño reflejado en el
"espeso verdor" de los plátanos y también en el silencio de las
personas ocultas detrás de los balcones.
Andrea está llena de esperanzas,
pero también de temor hacia lo desconocido. Se encuentra dispuesta a enfrentar
lo que sea para vivir la aventura de la gran ciudad. El otoño representa -simbólicamente- el
anuncio de lo que le tocará vivir en la casa de sus parientes enajenados; allí
encontrará: miseria, mugre, desconfianza, hambre; se enfrentará a numerosas
situaciones que van desde la violencia hasta la muerte, pasando por la mentira
y el desengaño. El otoño es la estación
de los primeros fríos que anuncian los del invierno y es así que los primeros
meses de Andrea en la casa estarán signados por la violencia y los constantes
enfrentamientos de sus parientes, que Andrea observará con temor sin pensar en
comprometerse con ellos, y que lejos de atemperarse, auguran situaciones aún
peores.
En el invierno, ni siquiera el
advenimiento de las fiestas navideñas disminuye la dureza de los
enfrentamientos:
El día de Navidad me envolvieron
en uno de sus escándalos; y quizá porque hasta entonces solía estar yo apartada
de ellos me hizo éste más impresión que otro alguno. O quizá por el extraño estado de ánimo en que
me dejó respecto a mi tío Román, al que no tuve más remedio que empezar a ver
bajo un aspecto desagradable en extremo. (Ibid., p. 73)
A partir de este momento,
coincidente con el invierno de la casa de Aribau, Andrea comenzará a
relacionarse afectivamente y no se manifestará tan apartada de los
acontecimientos. Indudablemente seguirá
actuando en su papel de testigo, pero es cierto también que habrá en ella un
mayor acercamiento, que terminará dañándola.
La vivencia de la primavera no puede
manifestarse entre las paredes de aquella casa en donde sólo imperan el odio y
la enajenación.[25] Por ello el
narrador busca otro espacio propicio para dar albergue a los sentimientos
propios de la joven mujer: sus ilusiones, expectativas, sus planes de vivir
gozando su existencia.
La relación de noviazgo entre Ena, amiga de Andrea, y
Jaime constituye una oportunidad para que Andrea viva -junto a sus amigos- la
alegría de ese amor:
Salimos
los cuatro domingos de marzo y alguno más de abril. Íbamos a la playa más que a la montaña. Me acuerdo de que la arena estaba sucia de
algas de los temporales de invierno. Ena
y yo corríamos descalzas por la orilla del agua y gritábamos al sentirla
rozarnos. El último día hacía ya casi calor
y nos bañamos en el mar. (Ibid., p.
147)
Muchas tardes me he puesto algún
chaleco de lana, o un jersey suyo. Él
tenía una pila de estas cosas en el automóvil en previsión de la traicionera
primavera. Aquel año, por otra parte,
hizo un tiempo maravilloso. Me acuerdo
de que en marzo volvíamos cargados de ramas de almendro florecidas y en seguida
empezó la mimosa a amarillear y a temblar sobre las tapias de los jardines. (Ibid., p. 151)
La alegría de Andrea se fundamenta
en la felicidad de su amiga; la felicidad de ambas la expresa la hermosa
primavera. El invierno ha quedado atrás o, por lo menos, ha quedado encerrado
entre las paredes de la casa de Aribau.
De esta bella primavera saldrán las dos momentáneamente: Andrea para
regresar al domicilio de sus parientes, después de separarse de su amiga, y Ena
para integrarse a la casa de Aribau y vivir una conflictiva y tortuosa relación
con el insólito Román.
Pero en el simbolismo implícito de
la obra sólo la desdicha tenía un lugar reservado en la lúgubre mansión; les
bastará a los personajes salir de ella -nos referimos a los que no están
realmente comprometidos- para acceder a la dicha.
De esta manera el verano constituye
el momento final que es tránsito hacia Madrid -nos referimos a Andrea-, pero
que es también el lugar de residencia de una intensa pasión presidida por los
demonios de Ena que la empujaron hacia Román.
Antes de iniciarse un nuevo otoño
(Andrea había llegado en octubre del año pasado y se aleja hacia Madrid a fines
del verano para reintegrarse a sus actividades estudiantiles que desempeñará
ahora en la capital), Ena deja a Román, y Andrea abandona la casa de Aribau y
quedan atrás el dolor y la angustia.
Dimensión espacial en la
que se ubica el relato
En relación con este aspecto nos
movemos en círculos de mayor a menor influencia. Basta recordar que Andrea llega desde fuera:
el lugar de ingreso al gran círculo: Barcelona, es la estación de Francia y
desde aquí se traslada a la calle de Aribau -segundo círculo- para ingresar
finalmente al tercero: la casa de sus parientes ubicada espacialmente en la
calle de Aribau, anteriormente mencionada.[26]
Para fundamentar precisamente este
aspecto de nuestro análisis: la circularidad espacial asfixiante, señala J.
Kronik:
La
casa de sus parientes en la calle de Aribau donde Andrea se va a hospedar
durante un año se convierte desde el primer momento en su sepultura. Es el elemento clave en una serie concéntrica
de espacios constrictivos: un cuarto en aquella casa, en aquella calle, en
aquella ciudad. Una caja china que
aprisiona a una española.[27]
El movimiento de la joven se
producirá de manera constante desde el círculo menor al de mayor influencia,
para luego regresar al menor. Cabe
recordar que además de estos espacios, físicamente identificables, hay otro que
permanece en el desarrollo de la novela, como el espacio de la esperanza, nos
referimos a Madrid. Madrid es fácilmente
representable para cualquier conocedor de la geografía, pero en el contexto del
relato, Madrid es más que un lugar: es la realización de los anhelos.
Discurso en primera persona
Como
es característico de la focalización interna fija y del relato Autodiegético,
el discurso correspondiente a Andrea se expresará en primera persona del
singular, cediendo la voz narrativa en contadas ocasiones dentro del relato. Quienes hacen uso de la voz narrativa se
expresarán igualmente en primera persona.
Veamos un ejemplo:
-Estrechó
mi mano y se marchó dejándome parada con cierta decepción. Ni siquiera me había permitido ver sus ojos.
Al volverme encontré a Iturdiaga
que había cruzado la calle saltando, con sus largas zancas, entre una oleada de
coches...
Miró como atontado hacia el
fondo de la portería, donde ya subía el ascensor con Ena adentro.
-Es ella! ¡La princesa eslava!
... Soy un imbécil. ¡Me he dado cuenta
en el mismo momento en que se despedía de ti! (Nada, p. 209).
Hacemos notar además que en el
momento de ceder la voz, el narrador no recurre a verbos dicendi, lo que
hace más ágil el discurso. Este hecho
señalado ahora lo podemos constatar y podrá identificarse también en La isla
y los demonios, que es la novela de Laforet que sigue a Nada.
Analepsis y prolepsis[28]
Hemos podido observar cómo recurre
el narrador de Laforet a saltos en el tiempo que le permiten ubicar y
desarrollar mejor, diversos acontecimientos.
En este sentido señalamos la utilización de analepsis, o regresos en el
tiempo del relato.
Como ejemplo citamos el siguiente
pasaje:
No
me parecía inteligente, ni su encanto personal provenía de su espíritu. Creo que mi simpatía por ella tuvo origen el
día que la vi desnuda sirviendo de modelo a Juan.
Yo no había entrado nunca en la
habitación donde mi tío trabajaba, porque Juan me inspiraba cierta
prevención. Fui una mañana a buscar un
lápiz, por consejo de la abuela, que me indicó que allí lo encontraría. El aspecto de aquel gran estudio era muy
curioso. Lo habían instalado en el
antiguo despacho de mi abuelo. (Ibid.,
p. 37)
Un
acontecimiento del pasado le permite al personaje entender el origen de sus
sentimientos hacia Gloria y por ello se detiene a analizarlo. Al formular juicios sobre ella emplea verbos
en copretérito: "parecía"
"provenía". Inmediatamente, para lograr el tránsito hacia el pasado,
hacia el recuerdo, se ve en la necesidad de utilizar verbos en pretérito:
"tuvo", "vi". Ya
ubicada en el pasado, en el estudio de Juan, Andrea recuerda lo que vio y para
ello emplea verbos en diferentes tiempos del pasado: antecopretérico:
"había entrado"; copretérito: "trabajaba"
"inspiraba"; pretérito: "fui" "indicó".
Asimismo, la analepsis le sirve al
narrador en algunos casos para referir a un acontecimiento del pasado que se
trae al presente como consecuencia de una asociación.
Los
primeros tranvías empezaban a cruzar la ciudad, y amortiguado por la casa
cerrada llegó hasta mí el tintineo de uno de ellos, como en aquel verano de mis
siete años, cuando mi última visita a los abuelos. Inmediatamente tuve una percepción nebulosa,
pero tan vívida y fresca como si me la trajera el olor de una fruta recién
cogida, de lo que era Barcelona en mi recuerdo: este ruido de los primeros
tranvías, cuando tía Angustias cruzaba ante mi camita improvisada para cerrar
las persianas que dejaban pasar ya demasiada luz. (Ibid., p. 21)
La impresión sensorial auditiva -el
tintineo de los tranvías-, transporta al personaje hacia un pasado en el que se
cumplían condiciones similares. Esa
percepción nebulosa, pero al mismo tiempo vívida y fresca, le permite a Andrea
alcanzar una visión de lo que era Barcelona cuando ella tenía apenas siete años
y las cosas aparecían a su interpretación completamente diferentes.
En relación con este pasaje,
señalamos la influencia de Marcel Proust en lo tocante al tema de la memoria y
el recuerdo. El autor francés hablaba de
la "memoria involuntaria" y el papel que cumplía ésta en la
actualización de acontecimientos del pasado. Decía al respecto:
Así
ocurre con nuestro pasado. Es trabajo
perdido el que intentemos evocarlo, son inútiles todos los esfuerzos de nuestra
inteligencia. Está oculto fuera de su
dominio y de su alcance, en algún objeto material (en la sensación que nos
produciría este objeto material) que no sospechamos. Este objeto depende del azar que lo
encontremos antes de morir, o que no lo encontremos.[29]
En Por el camino de Swann, la
primera novela de A la búsqueda del tiempo perdido, el personaje
recuerda vívidamente un hecho del pasado, en el momento en que moja una
magdalena en té.
Y
muy pronto, maquinalmente abrumado por la sombría jornada y la perspectiva del
triste mañana que seguiría, llevé a mis labios una cucharada de té en la que
había dejado ablandarse un trozo de magdalena.
Pero en el instante mismo en que el sorbo mezclado con las migas del
pastel tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que ocurría
dentro de mí.[...] Es evidente que
la verdad que busco no está en él, (el té) sino en mí. La ha despertado, pero no la conoce.[30]
La cercanía en los planteamientos es
evidente como también lo es, en otros momentos de la novela en que el discurso
de Laforet se asemeja al del escritor francés.[31]
En lo que se refiere al segundo aspecto
señalado y como ejemplo representativo de prolepsis citamos el siguiente
pasaje:
Esta
cariñosa solicitud sobre mi vida se iba a terminar también. Ena debería marcharse al cabo de unos días y
ya no volvería a Barcelona, de regreso del veraneo. (Nada, p. 293)
El
narrador personaje anuncia algo que va a suceder y que simultáneamente le
preocupa: la separación de Ena. En lo
tocante a tiempos verbales, el narrador emplea formas perifrásticas en
sustitución del futuro: "iba a terminar" y pospretéritos:
"debería" "no volvería".
Estos últimos, con toda la carga de condicionalidad que conllevan y el
dolor que esto implica al no poder conseguir que las cosas fueran diferentes.
Metadiégesis
Dentro de un relato pueden darse
diferentes historias con diferentes narradores.
Tales circunstancias se manifiestan estratificadas: hay niveles de
inserción de unas narraciones en otras.
En la propuesta de Genette, el nivel más externo es el extradiegético,
el acto enunciativo que generalmente abre el relato, el más amplio marco de la
narración. Es extradiegético el narrador
que origina la diégesis (historia) que engloba al resto. Toda otra historia que se incluya en esta
diégesis primaria pertenecerá a un relato intradiegético o diegético. Si dentro del relato intradiegético se
presenta otro, este último será metadiegético, que
puede a su
vez contener uno
meta-metadiegético, etc.
Un
ejemplo de metadiégesis utilizada por el narrador de Laforet lo encontramos en
el capítulo XIX de la tercera parte cuando Andrea dialoga con la madre de Ena y
escucha de ella el relato de sus amores con Román. La señora empieza diciendo:
-¿A
Román? -la sonrisa de la señora la hacía volverse casi bella, tan profunda
era-. Sí, a Román le conozco. Hace muchos años que conozco a Román... Ya ve usted, fuimos compañeros en el
Conservatorio. Él no tenía más de
diecisiete años cuando yo le conocí y galleaba entonces creyendo que el mundo
habría de ser suyo... Parecía tener un
talento extraordinario, aunque estaba limitado por su pereza. (Ibid., p. 250)
La mamá de Ena recuerda a Román con
nostálgico cariño y para explicar su dolor pronuncia un largo discurso que
tiene como finalidad contarnos su historia, la cual está ubicada dentro de la
gran historia que la propia Andrea nos ha venido narrando: es la
metadiégesis. Andrea la escucha
atentamente porque siente una extraña curiosidad por saber más de Román. Interrumpe el largo discurso sólo en dos
oportunidades: la primera es con la finalidad de constatar la presencia de una
sonrisa que ilumina ese rostro en el momento en que empieza a hablar de
Román. La segunda, para señalar el
temblor de los labios de su interlocutora, así como también el cambio en el
color de los ojos, que se cerraban fuertemente para no llorar y dejaban que
todo el llanto se desbordase en el tumultuoso discurso.
El relato de la señora aporta nuevos
elementos para valorar la personalidad de Román a quien habíamos conocido
preponderantemente por lo que de él había dicho Andrea. Sobre todo resalta el rasgo
romántico-decadente de su idiosincrasia, el extraño proceder que lo lleva a
lastimar a los seres más queridos; y de ello dan testimonio dos hechos: la
donación del cabello de Margarita, de su larga trenza, la cual recibe Román con
indiferencia y burla, y la firma de un recibo al padre de la joven por el
dinero dado para alejarse de ella.
Por último corresponde señalar que
las intervenciones de la narradora-personaje responden a esa necesidad
conductista en la narración que expresa siempre Laforet, tanto en el caso del
Focalizador interno fijo, como en el Focalizador cero. Parecería expresarse así la necesidad del
narrador de decir la última palabra.
Reflexiones filosóficas
sobre la vida
En otros momentos la autora
aprovecha a su narrador para expresar juicios sobre diversos temas. Esta característica la podemos ver también en
La isla[32] y sobre todo porque se da un regreso en torno a la
metafísica del tiempo, la vida y la muerte.
Dice al respecto Andrea cuando
piensa en determinados momentos de paz en la relación de Juan y Gloria:
"Si
aquella noche —pensaba yo— se hubiera acabado el mundo o se hubiera muerto uno
de ellos, su historia hubiera quedado completamente cerrada y bella como un
círculo" Así suele suceder en las
novelas, en las películas; pero en la vida...
Me estaba dando cuenta yo, por primera vez, de que todo sigue, se hace
gris, se arruina viviendo. De que no hay
final en nuestra historia hasta que llega la muerte y el cuerpo se deshace. (Ibid., p. 270)
Como característica formal hacemos
notar la presencia de las comillas motivadas por la auto cita que hace el
narrador-personaje.
La referencia a las novelas y a las
películas como ámbitos de ficción, permiten subrayar el contraste con la
vida. La verosimilitud del acontecer
literario es —tan sólo— el aparente entorno en donde podemos encontrar apenas
un parecido con la vida. La auténtica
verdad no está en las novelas, la vamos aprendiendo -con dolor- en la
existencia, cuando todo sigue, se hace
gris, "se arruina viviendo".
La llegada de la muerte -la gran
igualadora- constituye el momento final de la reflexión y del perdón. Jorge Manrique señalaba precisamente este
papel de la muerte, cuando decía en una de sus coplas:
Nuestras
vidas son los ríos
que
van a dar en la mar,
que
es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.[33]
Mientras nuestros cuerpos se deshacen en la tierra, los pensamientos de
los seres queridos se esfuerzan por rescatar lo mejor de nosotros.
[26] María Nieves Alonso coincide con mi lectura al señalar:
"Andrea ha encontrado un mundo destructor y una realidad mezquina y
cerrada. La casa de Aribau, símbolo
primero del espacio opresor, se continúa en una ciudad, adorada en el sueño,
pero concretizada como asfixiante y enemiga.
Es muchas veces una masa informe que puede lastimarla en sus
iniciativas. El calor sofocante, la luz
enceguecedora, la neblina impura, dominan este espacio, aumentando las
sensaciones opuestas a las anheladas. La
ciudad que debía ser el paraíso llega a parecer el infierno en la realidad sicológica
de Andrea". (María Nieves Alonso. Op. cit., p. 107.
[28] La analepsis y la prolepsis son anacronías presentes en
el relato literario. Al respecto señala
Helena Beristáin: "Otra 'anacronía' o manera de alterar el orden, además
de la 'analepsis' o 'retrospección', que es la más común, es la 'prolepsis',
'prospección' o 'anticipación'". (Cfr.
Helena Beristáin. Análisis estructural del relato literario, México,
Noriega Editores, 1984, p. 105).
[31] Cfr. Infra,
capítulo 3 "Análisis de temas y motivos en Nada y La isla y los
demonios".
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