miércoles, 2 de agosto de 2017

Canto Alfa de la Ilíada

La Ilíada Canto I (alfa). 
Traducción de Laura Mestre Hevia1 
La epidemia. El resentimiento 

Canto ¡oh Musa! de Aquiles, hijo de Peleo, la cólera funesta que causó infinitos males a los griegos; que precipitó a los infiernos las almas valerosas de muchos héroes, y los hizo servir de pasto a los perros y a todas las aves de rapiña –así se cumplió la voluntad de Júpiter– desde que, por primera vez, separó una disputa al hijo de Atreo, jefe de los griegos y al divino Aquiles. Ahora ¿cuál de los dioses los incitó a esa contienda? El hijo de Júpiter y de Latona: irritado contra el rey, suscitó en el ejército una terrible enfermedad; y los pueblos morían porque Atrida había despreciado al sacerdote Crises. Dirigiéndose este a las rápidas naves de los griegos, con el fin de libertar a su hija, con un rico rescate, llevando la banda del certero Apolo en el cetro de oro, suplicaba así a todos los griegos y sobre todo a los dos hijos de Atreo, caudillos de pueblos: “¡Atridas y griegos de brillante armadura! los dioses, moradores del Olimpo, os concedan tomar la ciudad de Príamo, y retornar felizmente a vuestros hogares; pero libertadme a mi hija querida y aceptad el rescate, venerando al hijo de Júpiter, el certero Apolo”. Entonces todos los demás griegos proclamaron que se respetara al sacerdote, y se recibiera el magnífico rescate, pero Agamenón no quería acceder, y lo despidió con desprecio, añadiendo estas duras palabras: “Viejo, que no te encuentre yo junto a nuestras espaciosas naves, por haberte detenido o por haber vuelto otra vez, no sea que no te valga el cetro ni la banda del dios. En cuanto a ella, no la libertaré hasta que no llegue a la vejez, 1 Al hacer la transcripción mecanográfica solo se ha modernizado la ortografía en normas como la acentuación de los monosílabos, pero lo demás se ha respetado el original y, en caso de tachaduras o correciones del manuscritos y que podemos atribuir a la autora, se ha optado por la última asentada por ella. 352 La Ilíada. Canto I: Traducción de Laura Mestre Hevia en mi casa, en la Argólida, lejos de su patria, bordando la tela y compartiendo mi lecho. Anda, vete, no me irrites, porque no estarías seguro”. Así dijo: atemorizóse el anciano y obedeció la orden. Partió callado, siguiendo la orilla de la mar rugiente; pero cuando estuvo lejos le rogó mucho al soberano Apolo, hijo de Latona, la de hermosa cabellera. “¡Escúchame, dios del arco de plata, que proteges a Crisa y a la divina Cila, y que reinas en Ténedos, Apolo Esminteo! Si alguna vez adorné tu templo para hacértelo grato, si alguna vez quemé en tu obsequio los perniles cubiertos de grasa de toros y de cabras, cúmpleme este voto: expíen los griegos mis lágrimas con tus dardos!”. Tal fue su súplica, y Febo Apolo la escuchó. Bajó de la cima del Olimpo con el ánimo irritado, llevando en los hombros el arco y la repleta aljaba: al agitado andar resonaban las flechas del enojado dios: parecía la noche que se acercaba. Sentándose luego a cierta distancia de las naves, lanzó un dardo: ¡terrible fue el ruido del arco de plata! Sus primeras víctimas fueron los mulos y los ágiles perros; pero luego sus dardos mortales hirieron a los hombres; y muchas piras de cadáveres ardían siempre en el campamento. Los dardos del dios atravesaron el ejército nueve días seguidos. El décimo, Aquiles convocó al pueblo a una asamblea: Juno, la diosa de blancos brazos, conmovida por la mortandad de los griegos, le sugirió esa idea. Una vez convocados y reunidos, levantóse en medio de ellos Aquiles, de pies ligeros, y habló así: “Atrida, llegó según creo, para nosotros el día de abandonar la empresa, escapando al menos de la muerte; pues la guerra y la peste juntamente rinden a los griegos”. “Pero consultemos a un adivino o a un sacerdote, o siquiera a un interpretador de sueños –que también el sueño viene de Júpiter– para que nos diga por qué Febo Apolo está tan irritado, si es por algún voto o hecatombe: tal vez recibiendo en ofrenda el humo de los corderos y de las cabras más escogidas, consienta en alejar de nosotros la plaga”. Después de hablar así, se sentó. Levantóse entonces entre ellos Calcas, hijo de Téstor, el mejor de los adivinos, que conocía el pasado, el presente y el porvenir, y había guiado las naves de los griegos hasta Ilión, merced al arte adivinatoria que debía a Febo Apolo: lleno de buena voluntad hacia ellos, les dirigió este discurso: 353 Byzantion Nea Hellás 30, 2011: 351 - 364 “¡Oh Aquiles, preferido de Júpiter! me ordenas que explique la cólera de Apolo, rey que hiere de lejos; pues bien, hablaré, pero promete y júrame que estarás dispuesto a defenderme con palabras y obras, porque voy a contrariar al hombre que posee mando supremo sobre todos los griegos y a quien todos los griegos obedecen. Cuando un rey poderoso se irrita contra un inferior, aunque ese día domine su cólera, guarda el rencor en su pecho hasta vengarse. Dime, pues, si vas a salvarme”. El veloz Aquiles, de pies ligeros, en respuesta le dijo: “Ten entera confianza, y di el oráculo que sabes. Por Apolo, predilecto de Júpiter, adorado por ti, y cuyos oráculos descubres a los griegos: mientras yo exista y vea la luz sobre la tierra, no habrá entre todos los griegos ninguno que ponga en ti su fuerte mano, junto a las hondas naves, aunque hablaras en contra de Agamenón que ahora se gloría de ser el más poderoso de los griegos”. Entonces el intachable adivino cobró ánimo y dijo: “El dios no se queja de ningún voto o hecatombe, sino por su sacerdote, a quien Agamenón ha ofendido al no devolverle a su hija, ni recibir el rescate. Por esta razón, el dios que hiere de lejos ha causado desgracias y las causará todavía, y no alejará las Parcas terribles de la peste hasta que no devuelvas al padre amado, sin recompensa ni rescate, la joven de ojos negros, y se lleve a Crises una hecatombe sagrada: una vez aplacado el dios, podríamos contar con su protección”. Después de hablar así, se sentó el adivino. Pero entonces se levantó entre los griegos el héroe, hijo de Atreo, el poderoso Agamenón, indignado, con la mente oscurecida por inmensa furia, y los ojos brillantes como fuego. Con siniestra mirada interpeló primero a Calcas: “Profeta de desgracias: nunca me has dicho nada agradable; prefieres siempre vaticinar males; nunca dices ni cumples nada bueno. Ahora mismo has declarado ante los griegos que el certero Apolo les envía males, porque yo no he querido recibir el valioso rescate de la joven Criseida; pues deseo ardientemente tenerla en mi casa. En verdad, la prefiero a Clitemnestra, con quien me casé siendo ella joven, porque no le es inferior en el cuerpo, ni en la presencia, ni en el entendimiento, ni en las labores femeninas. Con todo, deseo devolverla, si es conveniente: prefiero que el pueblo se salve y no que muera. Así preparadme en seguida otro premio, para no ser el único griego falto de recompensa, lo cual no estaría bien; y todos veis que mi premio pasará a otras manos”. 354 La Ilíada. Canto I: Traducción de Laura Mestre Hevia El divino Aquiles, de pies ligeros, le respondió al momento: “Glorioso hijo de Atreo, el más ambicioso de los hombres, ¿cómo pudieran darte otra recompensa los magnánimos griegos? No sabemos que haya en ningún lugar tantas recompensas comunes, pues las que llevamos de las ciudades se han repartido ya, y no sería posible volverlas a reunir. Entrega, pues, ahora tu premio al dios, que los griegos te pagaremos con el triple o el cuádruple, si algún día Júpiter nos concede saquear a Troya, la bien fortificada ciudad”. El poderoso Agamenón le contestó a su vez: “Aquiles, semejante a los dioses, no trates de engañarme, confiado en tu valor, pues no podrás sorprenderme ni persuadirme. Es decir: que mientras tú guardas tu recompensa, quieres que yo permanezca impasible, cuando he sido despojado; y me ordenas entregar la mía? Así será si los griegos me dan otra recompensa que a mi juicio sea equivalente. Pero si no me la dan, yo mismo iré a buscar la tuya o la de Ayax, o a la fuerza me llevaré la de Ulises; aunque se encolerice aquel a quien yo me dirija; pero discutiremos este asunto más adelante. Echemos ahora al sagrado mar una nave negra, y reunamos los remeros que se necesiten; pongamos dentro una hecatombe, y hagamos subir a bordo a la joven Criseida, de lindo rostro; que un jefe dirija la expedición, Ayax, Idomeneo, o el divino Ulises, o tú, hijo de Peleo, el más egregio de todos los hombres, a fin de aplacar a Apolo, ofreciéndole sacrificios”. Entonces Aquiles, de pies ligeros, le contestó, mirándole torvamente: “¿Qué dices, hombre lleno de audacia, ávido de provecho? ¿cuál de los griegos debiera someterse a ti, o acatar tus órdenes, ya para venir en la expedición, ya para luchar valerosamente contra los guerreros? En cuanto a mí, no he venido a combatir a los troyanos armados de lanzas, que no me han hecho ningún mal: no han robado mis bueyes, ni mis caballos; ni en la fértil Ftia, abundante en guerreros, han destruido mis cosechas, pues de ellos nos separan muchos montes espesos y el mar rugiente. Te hemos seguido, hombre audaz, para que tengas el gusto de obtener sobre los troyanos la venganza de Menelao y tuya, descarado, lo cual no te inquieta ni te preocupa. Además, amenazas con arrebatarme la recompensa por la que tanto he luchado y que los griegos me otorgaron. Jamás obtuve premio igual al tuyo, cuando los griegos destruían alguna populosa ciudad troyana. En verdad, mis manos son las que más trabajan en el ardor de la contienda, pero si ocurre por casualidad algún reparto, tu botín es mucho mayor; y yo vuelvo a las naves con alguna grata y corta recompensa, después del penoso combate. 355 Byzantion Nea Hellás 30, 2011: 351 - 364 Ahora voy a Ftia, porque prefiero regresar a mi casa en las corvas naves; y no creo que injuriándome puedas conseguir aquí provecho y riquezas”. A su vez le respondió el rey Agamenón: “Huye, pues, si esa es tu voluntad: no te suplico que te quedes por causa mía. A mi lado hay otros que me honrarán, y sobre todos el providente Júpiter. Tú eres para mí el más odioso de los reyes descendientes de Júpiter: siempre te agradan las disputas, la guerra y los combates. Si eres muy esforzado, lo debes a algún dios: vuelve a tu casa con tus naves y tus compañeros; ve a reinar sobre los mirmidones: no me cuido de ti, ni me preocupa tu cólera. Te dirijo esta amenaza: puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la enviaré con mis compañeros en mi nave, y me traeré a la bella Briseida, tu recompensa, yendo yo mismo a tu tienda, para que sepas bien que soy más poderoso que tú, y para que nadie se atreva a decir que es igual a mí, ni a compararse conmigo en mi presencia”. Así habló, y el pesar se apoderó del hijo de Peleo: en su velludo pecho su corazón vacilaba entre dos impulsos: o tomar de su costado la aguda espada, y apartando a los que le rodeaban, dar muerte al Atrida, o reprimir su cólera y contener su furor. Mientras tales sentimientos agitaban su ánimo y su corazón, y desenvainaba su gran espada, Minerva bajó del cielo, enviada por Juno, la diosa de blancos brazos, que amaba a los dos guerreros y los atendía por igual. Detúvose detrás y sujetó por la rubia cabellera al hijo de Peleo, apareciéndose a él solo, sin que los demás pudieran verla. Sorprendido Aquiles, se volvió, conociendo al instante a Minerva, cuyos ojos le parecieron terribles, y a quien dirigió estas aladas palabras: “¿Por qué has venido, hija del dios que lleva la égida? ¿Es para presenciar las injurias de Agamenón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que pasará a mi juicio: que perderá bien pronto la vida por sus insolencias”. A su vez le respondió Minerva, la diosa de ojos brillantes: “He venido del cielo para contener tu cólera, si me obedeces: he sido enviada por Juno, la diosa de blancos brazos, que os ama y os atiende por igual. Pero, vamos, cesa en la contienda, y no empuñes la espada, aunque le dirijas de palabra algún insulto, sea el que fuere. Añadiré lo siguiente que ha de cumplirse: algún día se te ofrecerán dones tres veces más brillantes, a causa de esta injuria; ahora reprímete y obedéceme”. En respuesta le dijo Aquiles, el de los pies ligeros: 356 La Ilíada. Canto I: Traducción de Laura Mestre Hevia “Diosa, vuestros mandatos deben cumplirse, aunque yo tenga el ánimo irritado; ¡así conviene! el que obedece a los dioses es más atendido por ellos”. Dijo; y apoyando su fuerte mano en el puño de plata de su gran espada, la hizo entrar en la vaina, y acató la orden de Minerva. Esta se volvió al Olimpo, morada de Júpiter, el dios que lleva la égida, entre las otras divinidades. No obstante, el hijo de Peleo dirigió de nuevo palabras insultantes al hijo de Atreo, desahogando su ira: “Bebedor, de mirada cínica y corazón de ciervo, nunca has resuelto armarte para combatir con los demás guerreros, ni tomar parte en alguna emboscada con los más valientes, porque esto te parece morir. Te es harto más fácil, en el extenso campo de los griegos, arrebatar sus premios a cualquiera que haya hablado mal de ti. Rey que devoras a tu pueblo, porque reinas sobre cobardes, de otro modo esta sería la última vez que insultaras. Pero te diré un gran juramento, muy importante para ti: por este cetro que no ha producido nunca hojas ni ramas, desde que por vez primera abandonó su tronco en los montes, ni volverá a florecer, porque el hierro le ha quitado las hojas y la corteza, cetro que ahora llevan en sus manos los hijos de los griegos que ejercen la justicia y guardan las leyes en nombre de Júpiter: algún día todos los griegos sentirán la ausencia de Aquiles, y aunque te conduelas, no podrás remediarlos en nada. Cuando el homicida Héctor haga caer expirantes a muchos, entonces sentirás dolor y remordimiento por no haber honrado al más valeroso de los griegos”. Así habló el hijo de Peleo; después arrojó por tierra su cetro perforado con clavos de oro y se sentó: entretanto el hijo de Atreo estaba furioso. Entonces se levantó entre ellos Néstor, el de suave palabra, armonioso orador de los pilios, cuya lengua manaba voces más dulces que la miel. Antes de él habían muerto dos generaciones de hombres que fueron contemporáneos suyos y se criaron en la divina Pilos: ahora reinaba sobre los de la tercera. Lleno de benevolencia por entrambos, les dirigió este discurso: “¡Oh dioses! ¡qué inmensa desgracia cae sobre Grecia! Se alegrarían sin duda Príamo y también sus hijos y los demás troyanos, si supieran que disputáis los que tenéis supremacía en la asamblea y en el combate. Dejaos persuadir por mí, ya que sois más jóvenes. En otro tiempo traté a guerreros más valientes que nosotros, y nunca me despreciaron; pues nunca he visto ni veré hombres como Piritoo y Drías, pastor de pueblos, y Ceneo, Exadio y Polifemo, parecido a un dios, y Teseo, hijo de Egeo, semejante a los inmortales. Es verdad que esos 357 Byzantion Nea Hellás 30, 2011: 351 - 364 hombres se criaron como los más fuertes de la tierra; y combatieron también contra los más fuertes: los centauros de las montañas, a quienes exterminaron de un modo terrible. Llegado de lejos, de la remota Pilos, estuve a su lado, porque me llamaron, y combatí por mi cuenta. Ninguno de los hombres que hoy existen combatiría con ellos, y sin embargo escuchaban mis consejos y obedecían a mi voz: obedeced vosotros también, porque es lo mejor. Tú, por valeroso que seas, no le arrebates la joven, déjasela, pues los griegos le otorgaron esa recompensa. Y tú, hijo de Peleo, no intentes luchar frente a frente con el rey, pues goza de más prestigio que ninguno de los que tienen cetro y han recibido de Júpiter la gloria. Si eres valiente y has nacido de una diosa, él es más poderoso, porque reina sobre más hombres. Y tú, hijo de Atreo, reprime tu ira, calma, te lo ruego, tu rencor contra Aquiles, que es para todos los griegos un gran baluarte en esta guerra terrible”. El poderoso Agamenón tomó la palabra y le dijo: “Ciertamente, anciano, has hablado conforme a la razón. Pero ese guerrero quiere sobreponerse a todos los demás y subyugar a todos y reinar sobre todos y dar órdenes a todos, lo que no puede consentirse. Si los dioses inmortales le han hecho guerrero, ¿le permitirán por eso dirigir palabras injuriosas?”. Entonces, el divino Aquiles contestó interrumpiéndole: “Me llamarían, en verdad, cobarde y pusilánime, si asintiera a cuanto has proferido: da esas órdenes a otros, y no me mandes a mí, porque he resuelto no obedecerte. Algo más he de decirte y grábalo en tu mente: no combatiré con mis manos por la joven, ni contigo, ni con otro cualquiera, ya que así como me la habéis dado me la quitáis; pero en cuanto a las demás cosas que poseo junto a mi negra y veloz nave, no podrás arrebatarme ninguna, contra mi voluntad. Y si quieres, vamos, haz la prueba para que estos también lo sepan: al instante tu oscura sangre saltará bajo mi lanza”. Después de haber disputado así con palabras contrarias, se levantaron, disolviendo la asamblea junto a las naves de los griegos. El hijo de Peleo volvió a sus tiendas y a sus iguales naves, con el hijo de Menecio y demás compañeros, mientras el Atrida sacó al mar una nave ligera: le escogió veinte remeros, y puso en su interior una hecatombe para el dios. Llevando luego a la joven Criseida, de bello rostro, la colocó en la nave, a la cual subió como jefe el sagaz Ulises. En cuanto hubieron embarcado, empezaron a navegar por el húmedo camino. El Atrida ordenó que el pueblo se purificara; purificóse este, echando al 358 La Ilíada. Canto I: Traducción de Laura Mestre Hevia mar las suciedades del cuerpo; luego sacrificaron a Apolo hecatombes completas de toros y cabras, junto a la orilla del infecundo mar, y el olor de la grasa subía al cielo, mezclado con el humo. Así se ocupaban en la armada, pero Agamenón no olvidó la injusticia con que antes había amenazado a Aquiles, y dirigió la palabra a Taltibio y a Euríbates, sus heraldos y ministros diligentes: “Id a la tienda de Aquiles, hijo de Peleo, y tomando por la mano a la bella Briseida, traedla; pero si él no la entrega, yo mismo se la arrebataré llevando más gente, lo cual le sería más penoso”. Habiendo hablado así, los envió, añadiendo violentas palabras: ambos partieron disgustados, siguiendo la orilla del infecundo mar, y llegaron a las tiendas y a las naves de los mirmidones. Encontraron a Aquiles sentado cerca de su tienda y de su oscura nave: al verlos no se regocijó: ellos se detuvieron ante el rey turbados y respetuosos, sin dirigirle la palabra ni interrogarle. Comprendiendo su intención, Aquiles les dijo: “Salud heraldos, mensajeros de Júpiter y también de los hombres, aproximaos: en nada sois culpables contra mí, sino Agamenón que os envía por la joven Briseida. Vamos, Patroclo, descendiente de Júpiter, haz salir a la joven y entrégala a los dos heraldos para que se la lleven, y me sirvan de testigos ante los dioses bienaventurados, ante los hombres mortales y ante el rey inhumano, si algún día necesitan de mí para librarse de un azote indigno… pues Agamenón, con sus ideas funestas, delira, y no sabe recordar ni prever nada, para que los griegos combatan por él junto a las naves”. Así habló; y Patroclo obedeció a su amado compañero: trajo de la tienda a la bella Briseida, y la confió a los heraldos para que se la llevaran: estos retornaron hacia las naves de los griegos, y la mujer los seguía contra su voluntad. Después de haber llorado, Aquiles se sentó aparte, lejos de sus compañeros, a orillas del mar espumoso, contemplando el oscuro ponto; y tendió sus manos rogando largo tiempo a su madre amada: “Ya que nací de ti, destinado a breve vida, debiera al menos el tonante Júpiter Olímpico enviarme la gloria. Ahora no me ha honrado en nada, pues el poderoso Agamenón Atrida, después de insultarme, me arrebata mi recompensa y la posee”. Así le habló llorando: oyóle su venerable madre, que estaba sentada en las profundidades del mar, junto a su anciano padre. Levantóse en seguida sobre el 359 Byzantion Nea Hellás 30, 2011: 351 - 364 mar espumoso, a semejanza de una niebla, y se sentó enfrente del lloroso Aquiles; le acarició con la mano y le dijo estas palabras: “Hijo, ¿por qué lloras? ¿qué pena domina tu corazón? Habla: no ocultes tu pensamiento, para que los dos nos enteremos”. Con un profundo suspiro le contestó el divino Aquiles: “Tú lo sabes, ¿para qué decir estas cosas a quien nada ignora? Fuimos a Tebas, la ciudad sagrada de Aeción; la saqueamos y trajimos aquí todo el botín, el cual se repartió bien entre los griegos, escogiéndose a la bella Criseida para el Atrida. Pero en seguida Crises, sacerdote del certero Apolo vino a las naves de los griegos revestidos de bronce, para libertar a su hija, trayendo un inmenso rescate, y la banda del flechador Apolo sobre el cetro de oro; y suplicaba a todos los griegos, sobre todo a los dos Atridas, jefes de pueblos. Entonces todos los griegos proclamaron que se respetara al sacerdote y se recibiera el magnífico rescate, pero esto no agradó a Agamenón que lo despidió de mal modo dirigiéndole violentas palabras. Encolerizado el anciano, se retiró y Apolo escuchó su ruego, porque le tenía gran aprecio. Inmediatamente lanzó a los griegos un dardo funesto, y los pueblos morían en montón: las flechas del dios caían por todas partes en la numerosa armada griega. Un sabio adivino nos declaró los oráculos del certero Apolo; y yo fui el primero en aconsejar que se obedeciera al dios. Pero la cólera se apoderó al instante del Atrida: levantóse súbitamente, y lanzó una amenaza que ya se ha cumplido, porque los griegos de ojos vivos enviaron en una nave ligera a la joven a Crises, agregando presentes al dios; y después unos heraldos se llevaron de mi tienda a la joven Briseida, que me habían dado los griegos. Si te es posible, socorre a tu hijo: yendo al Olimpo, suplica a Júpiter, si en algún tiempo halagaste su corazón con palabras y obras; pues con frecuencia, en el palacio de mi padre, te oí vanagloriarte diciendo que tú sola entre los inmortales, habías librado de una desgracia indigna al hijo de Saturno que amontona las nubes, cuando quisieron encadenarlo los demás dioses del Olimpo, aun Juno, Neptuno y Minerva. Pero tú llegaste y lo libertaste de las cadenas, llamando en seguida al vasto Olimpo al gigante de cien brazos, a quien los dioses llamaban Briareo, y todos los hombres Egeón, porque supera en fuerza a su padre, el cual se sentó al lado del hijo de Saturno, orgulloso de su gloria. Entonces los dioses bienaventurados le temieron y no encadenaron a Júpiter. Ahora siéntate a su lado y abraza sus rodillas, a ver si quiere auxiliar a los troyanos, y repeler y exterminar a los griegos, a orillas del mar, junto a las naves, para 360 La Ilíada. Canto I: Traducción de Laura Mestre Hevia que todos padezcan por su rey, y también para que el hijo de Atreo, el poderoso Agamenón, conozca su falta, al injuriar al más valiente de los griegos”. En seguida le respondió, vertiendo lágrimas, Tetis: “¡Ay de mí, hijo mío! ¿por qué te crié, después de haber nacido funestamente? Has debido quedarte sin lágrimas ni penas junto a las naves, ya que tu destino no será largo sino breve. Ahora estás sujeto a corta vida, siendo además muy desgraciado. ¡Así te di a luz en el palacio con suerte fatal! Para hablarle de ti al tonante Júpiter, si quiere escucharme, iré yo misma al Olimpo, cubierto de nieve. Sentado junto a las veloces naves, conserva tu rencor contra los griegos, y abstente de todo combate. Ayer partió Júpiter hacia el océano, a la región de los dignos etíopes, para asistir a un banquete, y los demás dioses le siguieron. Pero el duodécimo día volverá al Olimpo, y entonces iré por ti al palacio de cimientos de bronce de Júpiter, y abrazaré sus rodillas, y creo que lograré persuadirlo”. Después de hablar así, se alejó la diosa, dejando a Aquiles con el ánimo irritado, a causa de la joven de bella cintura que le habían arrebatado contra su voluntad. Entretanto Ulises se dirigía a Crises, conduciendo la hecatombe sagrada. Cuando hubieron entrado en el profundo puerto recogieron las velas y las pusieron en la oscura nave, acercaron el mástil a la crujía, bajándolo rápidamente con los cables, e impulsaron la embarcación hacia dentro con los remos, arrojaron las anclas y pusieron las amarras. Bajaron luego ellos mismos a tierra, y sacaron la hecatombe destinada al certero Apolo; y Criseida salió de la nave que surca los mares. En seguida el sagaz Ulises, llevándola hacia el altar, la puso en manos de su querido padre, a quien dijo: “¡Oh Crises! he sido enviado por el rey Agamenón para traerte a tu hija y sacrificar a Febo una hecatombe sagrada en favor de los hijos de Dánao, a fin de aplacar al dios que ahora nos envía desdichas deplorables”. Después de hablar así, puso en sus manos a Criseida: el sacerdote recibió regocijado a su amada hija. En seguida, los griegos colocaron en orden, ante el bien construido altar, la magnífica hecatombe, laváronse luego las manos y tomaron la avena sagrada. A su vez, Crises, levantando las manos, rogaba en alta voz por ellos: “¡Escúchame, dios del arco de plata, que proteges a Crisa y a la divina Cila, y reinas poderosamente en Tenedos! Antes escuchaste mi súplica honrándome 361 Byzantion Nea Hellás 30, 2011: 351 - 364 y castigando con rigor la armada de los griegos: ahora cúmpleme también este voto: aparta de ellos el terrible azote”. Así dijo en su ruego; y Febo Apolo escuchó sus votos. En cuanto hubieron suplicado y esparcido los granos de avena, alzaron la cabeza de las víctimas y las degollaron, quitándoles luego la piel y cortando sus perniles; después los cubrieron dos veces de grasa y pusieron encima pedazos de carne cruda. El anciano Crises los quemó sobre astillas de leña, vertiendo arriba oscuro vino: a su lado unos jóvenes llevaban en sus manos tenedores de cinco puntas. Cuando se quemaron los perniles y se probaron las vísceras, cortaron en trozos la carne restante y los pincharon con los tenedores, cociéndolos con cuidado; por último, lo retiraron todo del fuego. Una vez concluido el trabajo y dispuesto el festín, comenzó este, y todos comieron por igual hasta saciarse. Cuando hubieron satisfecho el ansia de comer y beber, los jóvenes colmaron las cráteras de vino, que repartieron entre todos, ofreciendo las primicias de las copas. Durante todo el día, los jóvenes griegos trataron de aplacar a Febo Apolo con sus cantos, entonando un bello peán en loor del flechero dios, que los escuchaba con placer. Cuando se puso el sol y sobrevino la oscuridad, se acostaron junto a las amarras de la nave, pero al aparecer la Aurora de rosados dedos, hija de la mañana, retornaron a la extensa armada de los griegos; y el certero Apolo les envió un viento favorable. Entonces levantaron el mástil y desplegaron las blancas velas: el viento infló el centro del velamen; y en torno a la quilla que avanzaba, las ondas purpúreas gemían ruidosamente, mientras la nave corría sobre el mar y terminaba su viaje. Al llegar a la extensa flota griega, halaron la nave hacia tierra, sobre las arenas, y le pusieron debajo grandes soportes; luego se dispersaron en medio de las tiendas y de las naves. Entretanto, sentado junto a las rápidas naves, se entregaba a su furor el noble hijo de Peleo, Aquiles, de pies ligeros: ya nunca asistía al consejo de los jefes ni a la contienda. Su espíritu se consumía en la inacción, y echaba de menos el grito del combate y la guerra. Cuando llegó, por fin, la aurora del duodécimo día, subieron juntos al Olimpo los dioses inmortales con Júpiter al frente. Tetis no olvidó las súplicas de su hijo, y se alzó sobre las olas del mar, subiendo temprano al vasto cielo y al Olimpo. Allí encontró al tonante hijo de Saturno, sentado aparte de los demás dioses, en la cumbre más elevada del Olimpo, de numerosas cimas. Sentóse Tetis 362 La Ilíada. Canto I: Traducción de Laura Mestre Hevia frente a él, y tocó sus rodillas con la mano izquierda: y con la derecha su barba, suplicando con estas palabras al soberano Júpiter, hijo de Saturno: “Padre de los dioses, si alguna vez te fui útil entre los inmortales, por la palabra o la acción, cúmpleme este voto: honra a un hijo mío, destinado a más breve vida que los demás guerreros; a quien ha ofendido el rey Agamenón, apoderándose de su recompensa y guardándola para sí. Pero véngalo tú, dios del Olimpo, prudente Júpiter, y concede la victoria a los troyanos hasta que los griegos honren a mi hijo y acrecienten su gloria”. Así habló la diosa, pero Júpiter, el dios que amontona las nubes, no le contestó, permaneciendo callado largo tiempo. Tetis continuó abrazando sus rodillas, y le instó por segunda vez: “Accede, haciendo una señal de aprobación, o rehúsa, pus nada tienes que temer, para cerciorarme de que soy la menos considerada de todas las diosas”. Pero Júpiter, el dios que amontona las nubes, suspiró profundamente y le dijo: “Habrá tristes sucesos si me obligas a detestar a Juno por haberme irritado con sus palabras ofensivas: siempre me ataca sin razón en medio de los dioses inmortales, y dice que yo auxilio a los troyanos en el combate. Ahora retírate otra vez para que no te vea, y yo cuidaré de cumplir estas promesas. Si quieres, haré una señal de asentimiento con la cabeza, para que tengas confianza, porque este es mi testimonio más grande entre los inmortales: lo que yo haya confirmado con la cabeza, no puede revocarse, ni falsearse, ni dejar de cumplirse”. Tales palabras profirió el hijo de Saturno e hizo una señal con sus cejas oscuras; y en su inmortal cabeza se agitaron sus cabellos perfumados de ambrosía, y se conmovió el vasto Olimpo. Habiendo deliberado así, se separaron: Tetis saltó en seguida al mar profundo desde el Olimpo resplandeciente, y Júpiter volvió a su palacio. Todos los dioses se levantaron de sus asientos en presencia de su padre: ninguno se hubiera permitido esperar a que llegase; todos se mantenían de pie ante su vista. Entonces él se sentó en su trono; pero Juno sabía, por haberlo visto, que Tetis, la diosa de los pies de plata, hija del anciano del mar, había concertado con él algún plan, y al momento, dirigió estas palabras a Júpiter, hijo de Saturno: “¿Qué diosa ha venido a concertar planes contigo, engañador? Siempre te ha gustado, lejos de mi presencia, meditar y resolver asuntos secretos, sin decirme amablemente una palabra de tus maquinaciones”. 363 Byzantion Nea Hellás 30, 2011: 351 - 364 El padre de los hombres y de los dioses le respondió en seguida: “No esperes, Juno, llegar a conocer todos mis designios: te serían difíciles de comprender, a pesar de ser mi esposa. El propósito que pueda descubrir, nadie lo sabrá primero que tú, ni entre los dioses, ni entre los hombres; pero el que quiera imaginar lejos de los dioses, no desees conocerlo, ni trates de averiguarlo”. La venerable Juno, la diosa de grandes ojos, le contestó al momento: “Temible hijo de Saturno, ¿qué palabras has dicho? Antes de ahora no te he preguntado, ni he tratado de investigar nada: con entera tranquilidad has resuelto lo que has querido; pero mi ánimo abriga actualmente el terrible temor de que te haya seducido Tetis, la diosa de los pies de plata, hija del anciano del mar; porque muy de mañana se ha sentado cerca de ti y ha abrazado tus rodillas. Creo que le has hecho una señal de asentimiento, prometiéndole honrar a Aquiles, y hacer morir a muchos hombres junto a las naves de los griegos”. Júpiter, el dios que amontona las nubes, le contestó con estas palabras: “Desgraciada, siempre estás sospechando de mí y espiándome. No lograrás sino alejarte de mi corazón, lo cual te será aún más penoso: si ese es mi designio, me agradará realizarlo. Pero siéntate en silencio, y obedece mi orden, no sea que no te valga el auxilio de todos los dioses del Olimpo, cuando ponga sobre ti mis manos invencibles”. Así dijo: atemorizóse Juno, la augusta diosa de grandes ojos, y se sentó en silencio, dominando su orgullo. Los dioses celestiales gimieron en el palacio de Júpiter; pero Vulcano, el noble artífice, comenzó a arengarles, dirigiendo dulces palabras a su querida madre, Juno, la diosa de blancos brazos: “Ocurrirán desgracias intolerables si por causa de los mortales disputáis vosotros dos, provocando contiendas entre los dioses; y desparecerá la alegría de los festines al vencer la maldad. Aconsejo a mi madre, aunque es prudente, que dirija frases amables a Júpiter, nuestro amado padre, para que no vuelva a incomodarse, perturbando así nuestros banquetes. Si el dios tonante del Olimpo quisiera precipitarnos de nuestros asientos…porque es el más poderoso. Procura calmarlo con palabras suaves, y en seguida nos será propicio”. Así habló; y dirigiéndose a su amada madre, puso en sus manos una bella copa y añadió estas palabras: “Sufre y resígnate, aunque estés apenada, madre mía; que mis ojos no te vean atropellada, siéndome tan querida: entonces, por irritado que estuviera, 364 La Ilíada. Canto I: Traducción de Laura Mestre Hevia no podría auxiliarte, pues es difícil resistir al soberano del Olimpo. La otra vez me asió por un pie, y me lanzó fuera del umbral de los dioses, porque traté de socorrerte: el impulso me duró un día entero, y vine a caer en Lemnos, al ponerse el sol; me recogieron los sintios cuando solo me quedaba un soplo de vida”. Esto dijo; y Juno, la diosa de blancos brazos, se sonrió, y recibió en sus manos la copa de su hijo, el cual, empezando por la derecha, escanció vino a todos los demás dioses, sacando el dulce néctar de una profunda crátera. Entonces estalló una risa inextinguible entre los dioses bienaventurados, al ver a Vulcano agitándose para servir en el palacio. Así celebraron un festín que duró todo el día hasta la puesta del sol, y no faltó alimento abundante para todos, ni la magnífica lira de Apolo; no faltaron las musas que cantaron alternando con voces armoniosas. Pero cuando desapareció la brillante luz del día, cada uno de los dioses fue a acostarse a la casa que Vulcano, el ilustre cojo de ambas piernas, le había construido con arte admirable. También Júpiter Olímpico, el dios que manda el rayo, se dirigió a su lecho habitual cuando le sobrevino el dulce sueño: allí subió y quedóse dormido, y a su lado Juno, la diosa del trono de oro. 

miércoles, 6 de agosto de 2014

Las mil y una noches


LAS MIL Y UNA NOCHES. 
"Alibabá y los cuarenta ladrones"

“Recuerdo, ¡oh rey afortunado!, que en tiempos muy lejanos, en los días del pasado, ya ido, y en una ciudad entre las ciudades de Persia, vivían dos hermanos; uno se llamaba Kasín y el otro Alí Babá. ¡Exaltado sea aquel ante quien se borran todos los nombres, sobrenombres y renombres; el que ve las almas al desnudo y las conciencias en toda su profundidad, el Altísimo, el dueño de todos los destinos! Cuando el padre de Kasín y de Alí Babá, que era un hombre del común, murió en la misericordia de su señor, los dos hermanos se repartieron equitativamente lo poco que les dejo en herencia, tardando poco en consumir tan mezquino caudal y encontrándose, de la noche a la mañana, con las caras largas y sin pan ni queso. He aquí lo que suele ocurrirles a los que viven descuidados en la edad temprana, olvidando los consejos de los sabios. El mayor, que era Kasín, viéndose en trance de secarse dentro de su pellejo y morir de inanición, se puso a la búsqueda de una situación lucrativa, y como era avisado y astuto, no tardó en dar con una casamentera o entremetida, ¡alejado sea el maligna! quien, le casó con una adolescente que tenía buena mesa y muy buena plata; en todo y por todo, un excelente partido. ¡Alabado sea el Retribuidor! De esta manera, además de una apetecible esposa, el joven tuvo una tienda bien abastecida en el centro del mercado. Tal era su destino, marcado en su frente desde su nacimiento, y así se cumplió.
En cuanto al segundo, que era Alí Babá, cómo no era ambicioso, sino más bien modesto, capaz de contentarse con muy poco, se hizo leñador y llevó una vida de laboriosidad y pobreza, pero, a pesar de todo, supo vivir con tanta economía, gracias a las lecciones de la dura experiencia, que ahorró algún dinero, y lo empleó en comprar un asno, después otro y más tarde un tercero. Todos los días los llevaba al bosque y los cargaba con los troncos y la leña qué antes traía él sobre, sus espaldas. Habiendo llegado a ser propietario de tres asnos, Alí Babá inspiraba tal confianza a las gentes de su oficio, todos pobres leñadores, que uno de ellos se consideró honrado ofreciéndole su hija en matrimonio. Los asnos de Alí Babá fueros inscritos en el contrato, ante el kadí y los testigos, como dote y ajuar de la joven, que, por otra parte, no aportaba a la casa de su esposo absolutamente nada, puesto que era muy pobre. Mas la pobreza y la riqueza no son eternas; pues sólo Alah es, el eterno viviente. Alí Babá tuvo de su esposa dos hijos; bellas como lunas, que glorificaban a su Creador. Él vivía modesta y honestamente, junto con toda su familia, del producto de la venta de la leña, y no pedía a su creador más que aquella sencilla y feliz tranquilidad.
Un día en que Alí Babá estaba en el bosque ocupado en abatir a hachazos un árbol, el destino decidió modificar el sino del leñador. Primero se oyó un ruido sordo que, aunque lejano, se aproximaba rápidamente como un galope acelerado y estruendoso. Alí Babá, hombre pacifico y que detestaba las aventuras y complicaciones, se asustó al encontrarse solo con sus tres asnos en medio de aquella soledad. Su prudencia le aconsejó trepar sin tardanza a la copa de un grueso árbol que se elevaba en la cima de un pequeño montículo que dominaba todo el bosque, y así, oculto entre sus ramas, pudo observar qué era lo que producía aquel estruendo. ¡Y bien que lo hizo! Pues divisó una tropa de caballeros, armados hasta los dientes y que, al galope, avanzaba hacia donde él se encontraba. Al ver sus semblantes sombríos y sus barbas negras, que los hacían semejantes a cuervos de presa, no dudó que eran bandoleros, salteadores de caminos de la peor especie. Girando estuvieron al pie del montículo rocoso donde Alí Babá estaba escondidó, a una señal de su gigantesco jefe echaron pie a tierra, desembridaron sus caballos y, colgando del cuello de cada uno de los animales un saco de forraje que llevaban sobre la grupa, los ataron a los árboles. Después cogieron las alforjas y las cargaron sobre sus propias espaldas, y tan pesadas eran aquéllas, que los bandidos caminaban encorvados bajo su peso. En buen orden pasaron bajo Alí Babá, que así pudo fácilmente contarlos y ver que eran cuarenta, ni uno más ni uno menos.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 852 NOCHE
Ella dijo:
Cargados de esta manera llegaron, ante una gran roca que había al pie del montículo, y se pararon. El jefe, que era el que iba a la cabeza, dejando un instante en el suelo su pesada alforja, se encaró con la roca, y con voz retumbante, dirigiéndose a alguien o algo que permanecía invisible a todas las miradas, exclamo: “¡Sésamo, ábrete! Al momento la roca se entreabrió, y entonces el jefe se apartó un poco para dejar pasar a sus hombres, y cuando hubieron entrado todos, volvió a cargar su alforja sobre sus espaldas, entrando el último, y exclamando con voz autoritaria que no admitía réplica: “¡Sésamo, ciérrate!” La roca se empotró en su sitio tamo si el sortilegio del bandido nunca la hubiese movido por medio de la fórmula mágica. Al ver todas estas cosas, Alí Babá, maravillado, se dijo: “¡Con tal que no me descubran usando su ciencia de la brujería, me doy por contento!”; y se guardo mucho de hacer el menor movimiento, a pesar de la gran inquietud que sentía por el paradero de sus asnos, que continuaban abandonados en medio del bosque. Los cuarenta ladrones, despuéss de una prolongada estancia en la cueva en la que Alí Babá los había visto entrar, dieron señal de su reaparición al oírse un ruido subterráneo, parecido a un terremoto lejano. La roca se abrió, dejando salir a los cuarenta hombres, con su jefe a la cabeza, y llevando las alforjas vacías en la mano. Cada uno de ellos se dirigió a su caballo, lo embridó, y, después de colocar las alforjas en la grupa, montaron sobre las sillas; pero antes de partir, el jefe se volvió hacia la entrada de la caverna, y, en voz alta, pronunció la fórmula: “¡Sésamo, ciérrate!”; y las dos mitades de la roca se juntaron sin dejar señal alguna de separación; y con sus semblantes sombríos y sus barbas negras marcharon por el mismo camino por el que habían venido.
En cuanto a Alí Babá, la prudencia de que le había dotado Alah hizo que permaneciese algún tiempo en su escondite, a pesar del deseo que sentía de ir a recuperar sus asnos, diciéndose: “Estos terribles bandoleros pueden haber olvidado alguna cosa en su cueva, volver de improviso sobre sus pasos y sorprenderme  aquí. En tal supuesto, Alí Babá vería lo que le cuesta a un pobre diablo como él interponerse en el camino de Poderosos señores.” Habiendo reflexionado así, el leñador se contentó con seguir con la mirada a los terribles caballeros hasta que se perdieron de vista, dejando transcurrir un buen rato después que hubieron desaparecido, hasta que decidió bajar de su árbol con mil precauciones, mirando a derecha e izquierda a medida que bajaba de una rama a otra más baja, en tanto que el bosque se encontraba en completo silencio.
Una vez en el suelo, avanzó hacia la roca en cuestión, reteniendo la respiración y de puntillas. Bien hubiese deseado entonces ir por sus asnos y tranquilizarse respecto a su paradero, pues eran toda su fortuna y el pan de sus hijos; pero una enorme curiosidad acerca de todo lo que había visto y oído desde lo alto del árbol le empujaba a acercarse a aquella roca, y, por otra parte, estaba escrito que había de ir irremediablemente al encuentro de- aquella aventura. Llegado ante la roca, el leñador la inspeccionó de arriba abajo, y encontrándola lisa y sin ranura alguna por la que pudiese meter una aguja, se dijo: “¡Sin embargo, es por aquí por donde han entrado los cuarenta ladrones, y con mis propios ojos los he visto desaparecen en su interior! ¡Quién sabe por qué motivo protegen esta caverna con talismanes de esa clase!” Después pensó: “¡Por Alah! ¡He hecho bien reteniendo la fórmula de apertura y cierre! Si ensayo un poco las palabras mágicas, podré ver si hacen el mismo efecto saliendo de mi boca!” Olvidando sus antiguos temores, empujado por la fuerza del destino, Alí Babá, el leñador, se dirigió a la roca, y dijo: “¡Sésamo, ábrete!” Y aun cuando pudo ser que las palabras mágicas fuesen pronunciadas con voz insegura, la roca se separó y se abrió. Alí Babá, muy asustado, hubiese querido volver la espalda y poner pies en polvorosa, mas la fuerza de su destino le inmovilizó ante la abertura y le empujó a mirar. En lugar de ver el interior de una caverna tenebrosa, su asombro creció aún más al ver que ante él se abría una gran galería que conducía a una sala espaciosa y abovedada, excavada en la misma roca y que recibía abundante luz por medio de aberturas practicadas en lo más alto. No habiendo visto nada que fuese aterrador, se decidió avanzar y penetrar en aquel sitio, pronunciando al mismo tiempo la fórmula propiciatoria: “¡En el nombre de Alah, el Clemente, el Misericordioso!”, lo que le acabó de reanimar, por lo que, sin demasiados temores, se encaminó hacia la sala abovedada, y al llegar a ella notó que las dos mitades de la roca e unían sin ruido, cerrando la salida por completo, lo cual no dejó de inquietarle, pues a pesar de todo, la valentía y el coraje no eran su fuerte; mas pensó que en cualquier caso podría hacer que, gracias a la fórmula mágica todas las puertas se abriesen ante él; y con toda tranquilidad se dedicó a observar cuanto se ofrecía a su mirada. A lo largo de los muros vio pilas de ricas mercaderías, que llegaban hasta la bóveda, formadas por fardos de seda y brocado, sacos repletos de provisiones de boca, grandes cofres llenos hasta los bordes de monedas y lingotes de plata y otros llenos de dinares de oro. Como si todos aquellos cofres no fuesen suficientes para contener todas las riquezas allí acumuladas, el suelo estaba hasta tal punto cubierto de vasijas llenas de oro y joyas, que el pie no sabía dónde posarse; temeroso de estropear algún valioso objeto. El leñador, que en su vida había visto el brillo del oro, se maravilló de todo lo que veía. Al contemplar aquellos tesoros y riquezas. . ., el menos valioso de ellas resultaría digno de adornar el palacio de un rey..., pensó que debían de haber pasado siglos desde que esa gruta empezó a servir de depósito, al mismo tiempo que de refugio, a generaciones de bandidos, hijos de bandidos, descendientes de los bandoleros de Babilonia. Cuando ABabá se recuperó en parte de su asombro, se dijo: “¡Por Alah! Alí, he aquí que tu destino toma un aspecto rosado y te lleva, junto con tus asnos y haces de leña, en medio de un baño de oro que no se ha visto desde los tiempos del rey Solimán y de Iskandar, el de los cuernos. De repente aprendes fórmulas mágicas, te sirves de sus virtudes y te haces abrir puertas de piedra que dan acceso a cavernas fabulosas. ¡Oh leñador insigne! Es una gran merced del Generoso que de esta manera te conviertas en dueño de riquezas acumuladas por generaciones de bandidos. Todo cuanto ha sucedido ha sido para que de ahora en adelante te pongas a cubierto, junta con tu familia, de necesidades y privaciones, haciendo que el oro del pillaje se use para un buen fin.” Habiendo tranquilizado su conciencia con este razonamiento, Alí Babá, el pobre, cogió varios sacos de provisiones, los vació de su contenido y los llenó de dinares y otras monedas de oro, sin hacer caso alguno de la plata y otros objetos de menor precio, y cargándolos uno a uno sobre sus espaldas, los llevó hasta la entrada de la caverna y dejándolos en el suelo, se dirigió a la salida, y dijo: “¡Sésamo, ábrete!”; y al instante se abrieron los dos batientes de la puerta de roca y Alí Babá corrió a buscar sus asnos y los llevó hasta la entrada de la cueva. Una vez que estuvieron-ante ella, los cargó con los sacos, que tuvo buen cuidado de ocultar con haces de leña encima, y cuando acabó su trabajo pronunció la fórmula de cierre, y al momento las dos mitades de la roca se unieron. El leñador se colocó ante sus asnos cargados de oro y los animó a echar a andar con voz mesurada, sin atreverse a abrumarlos con las maldiciones e injurias que acostumbraba dirigirles de ordinario cuando retardaban el paso. Sin embargo, esta vez no les aplicó tales calificativos, y sólo porque llevaban sobre sus lomos más oro del que había en las arcas del sultán.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 853 NOCHE
Ella dijo: 
“Y sin aguijonearlos tomó con ellos el camino de la ciudad, y al llegar ante su casa, como encontrase que las puertas estaban cerradas, se dijo: “¿Y si ensayase sobre ellas el poder de la fórmula mágica?”; y en voz alta exclamó: “Sésamo, ábrete!”; al instante las puertas, se abrieron, y Alí Babá, sin anunciar su llegada, penetró con sus asnos en el pequeño corral de su casa, y volviéndose hacia la puerta; dijo: “¡Sésamo, ciérrate!”; y la puerta, girando sin ruido sobre sí misma, se cerró. Así se convenció Alí Babá de que era poseedor de un secreto incomparable y de que estaba dotado de un misterioso poder, cuya adquisición no le había costado mas que un pequeño susto, debido más que nada a los semblantes amenazadoras de los cuarenta ladrones y al aspecto feroz de su jefe. Cuando la esposa de Alí Babá vio los asnos en el corral y a su esposo descargándolos, corrió hacia él batiendo palmas y exclamando: “¡Oh marido! ¿Cómo abres las puertas que yo misma he atrancado? ¡La protección de Alah para todos nosotros! ¿Qué es lo que traes en este bendito día en esos sacos tan pesados que jamás he visto en nuestra casa?” Alí Babá, sin contestar a la primera pregunta, respondió: “¡Oh mujer! Estos sacas nos vienen de Alah, y debes ayudarme a llevarlos a casa en lugar de atormentarme con preguntas sobre puertas.” La esposa del leñador, dominando su curiosidad, le ayudó a cargar los sacos sobre sus espaldas y a llevarlos, uño tras otro, al interior de la casa,. Como ella los palpase y notase que contenían monedas; pensó que debían ser de cobre. Este descubrimiento, aunque incompleto e inferior a la realidad, sumió su ánimo en una gran inquietud, y terminó por creer que su esposo se debía haber asociado con, ladrones o gentes parecidas, pues, si no, ¿cómo explicar la presencia de aquellos sacos llenos de monedas? Cuando todos los sacos estuvieron en el interior de la casa, la mujer no pudo contenerse más y abrió uno de éstos, y al hundir sus manos en él y comprobar el contenido, exclamó: “¡Oh, que desgracia! ¡Estamos perdidos sin remedio, nosotros y nuestros hijos!”
Al oír los gritos y lamentaciones de su esposa, Alí Babá, indignado, exclamó: “¡Maldita! ¿Por qué aúllas así? ¿Es que quieres atraer sobre nuestras cabezas el castigo de los ladrones?” Y ella dijo: “¡Oh hijo de mi tío! La desgracia ha entrado en esta casa junto con esos sacos de monedas, ¡Por mi vida, apresúrate a colocarlos sobre los lomos de los asnos y a llevártelos lejos de aquí, pues mi corazón no estará tranquilo mientras se hallen en nuestra casa!” El marido respondió: “¡Alah confunda a las mujeres desprovistas de juicio! Bien veo, hija de mi tío, que piensas que estos sacos son robados. Tranquilízate, pues nos vienen del Generoso, quien ha hecho que los encontrase en el bosque. Por otro lado, voy a contarte cómo ha sido el hallazgo; pero antes vaciaré los sacos y te enseñaré el contenido.” Alí Babá cogió un saco y lo vació sobre la estera, y sonoras carcajadas de oro iluminaron con millones de reflejos la pobre habitación del leñador; éste, satisfecho al ver a su mujer espantada ante tal espectáculo, hundiendo sus manos en un montón de oro, le dijo: “¡Oh mujer! íEscúchame ahora!”; y le contó su aventuraá desde el comienzo, hasta el fin sin omitir detalle; mas no es de utilidad el repetirla aquí Cuando la esposa hubo oído el relato del hallazgo, sintió que en su corazón, el espanto dejaba sitio a una gran alegría, por lo que henchida de satisfacción exclamó: “¡Oh día claro y luminoso! ¡Alabemos a Alah, que ha hecho entrar en nuestra casa los bienes mal adquiridas por esos cuarenta ladrones, salteadores de caminos, y que de este modo vuelve lícito lo que era ilícito! ¡Él es el Generoso donador!”; y al instante se levantó y comenzó a contar los dinares; mas Alí Babá, riéndose, le dijo: “¿Qué haces? ¿Cómo puedes pensar en contar todo eso? ¡Levántate en seguida y ven a ayudarme a cavar una fosa en nuestra cocina, a fin de que este tesoro quede oculto sin dejar rastro y pase inadvertido aun para el más avisado. Si así no lo hacemos, atraeremos sobre nosotros la curiosidad de nuestros vecinos y de los oficiales de policía.”
La mujer, que amaba el orden y que quería hacerse una idea exacta de la riqueza que había adquirido en aquel día bendito, respondió: “Ciertamente, no quiero retrasar el momento de contar este oro, ya que no puedo permitir que lo entierres sin antes haberlo pesado o medido. Te suplico, ¡oh hijo de mi tío!, que me des tiempo para ir a buscar una medida y lo mediré en tanto que tú cavas la fosa. Así podremos saber a conciencia lo que debemos considerar superfluo o necesario para nuestros hijos.,” Aun cuando al leñador aquella precaución le pareciese poco menos que inútil, no queriendo contrariar a su mujer en unos momentos tan dichosos, le dijo: “¡Sea!, pero ve y vuelve rápidamente, y, sobre todo, ¡guárdate mucho de divulgar nuestro secreto o decir la menor palabra!” La esposa de Alí Babá salió en busca de la medida en cuestión y pensó que lo más rápido sería ir a pedir una a la esposa de Kasín, el hermano de su marido, cuya casa no estaba muy lejos. Entró, pues, en la casa de la esposa de Kasín, la rica y fatua, aquella que nunca se dignaba invitar a comer a su casa al pobre Alí Babá ni a su mujer, porque no tenía fortuna ni amistades, aquella misma que nunca había enviado la más pequeña golosina durante las fiestas o aniversarios a los hijos de Alí Babá, ni comprado para ellos un puñado de guisantes, como hacen las gentes muy ricas para regalar a los hijos de la gente muy pobre. Después de ceremoniosos saludos, le pidió una medida de madera por unos momentos. Cuando la esposa de Kasín oyó la palabra medida se sorprendió mucho, ya que sabía que Alí Babá y su mujer eran muy pobres y ella no podía comprender a qué uso destinarían aquel utensilio, del que de ordinario no se sirven más que los propietarios de grandes provisiones de grano, en tanto que las demás se .contentan con comprar su grano para el día o la semana en casa del abacero. En otra circunstancia, sin duda alguna se lo hubiese negado sin importarle el pretexto, mas esta vez sentía demasiado picada su curiosidad para dejar escapar la ocasión de satisfacerla; y por esto le dijo: “¡Que Alah aumente sus favores sobre vosotros, oh madre de Ahmad! ¿La medida la quieres grande o pequeña?” La esposa del leñador respondió: “La más grande que tengas, ¡oh mi dueña!” La esposa de Kasín fue a buscar ella misma la medida en  cuestión: No hay duda de que aquella mujer era descendiente de veinte truhanes, ¡que Alah niegue sus favores a los de esta especie y confunda a todos sus descendientes!, porque, queriendo saber a toda costa qué clase de grano era el que su parienta quería medir, se valió de una superchería.
En efecto, corrió a coger la medida, y diestramente dio una capa de sebo al fondo y las paredes de ésta; después, volviendo al lado de su parienta, se excusó por haber la hecho esperar y se la entregó. La mujer de Alí Babá le dio las gracias y se apresuró a regresar a su casa. Una vez en ella, puso la medida sobre el montón de oro, y después de llenarla la vació un poco más lejos, repitiendo esta operación muchas veces y marcando cada una de ella sobre el muro con un trozo de carbón, así tantas rayas como veces la llenaba y vaciaba. Alí Babá, por su parte, terminó su trabajo de cavar la fosa en la cocina y regresó junto a su esposa, quien le mostró jubilosamente las numerosas rayas de carbón, y le encomendó el trabajo de enterrar todo el oro mientras ella iba con toda diligencia a devolver la medida a la impaciente esposa de Kasín; mas la infeliz no sabía que un dinar de oro estaba pegado en el fondo de la medida, gracias a la artimaña de aquella pérfida. Devolvió, pues, la medida a su parienta, y, dándole las gracias, le dijo: “Deseo devolvértela rápidamente, ¡oh mi dueña!, para no abusar de tu bondad.
En cuanto la esposa de Kasín vio que su parienta se marchó, se apresuró a mirar el fondo de la medida; su sorpresa fue muy grande al ver una pieza de oro pegada al sebo en lugar de algún grano de haba o avena. Su rostro se puso amarillo y sus ojos sombríos como la noche, y, comida de celos y devorada por la envidia, exclamó: “¡Así sea destruida su casa! ¿Desde cuándo esos miserables pueden medir el oro por celemines?” Se sentía tan furiosa que, no pudiendo dominar su impaciencia por ver a su esposo, envió rápidamente a una esclava a buscarlo a la tienda. Cuando el sorprendido Kasín entró en la casa, la mujer le recibió con exclamaciones furibundas. Sin dejarle tiempo a que se recobrase de la sorpresa, le puso el dinar ante las narices, y le gritó: “¿Lo ves? ¡Pues no es más que lo que les sobre a esos miserables! ¡Tú te crees rico y todos los días te felicitas por tener una tienda y clientes, mientras que tu hermano no tiene más que tres asnos por toda fortuna! ¡Desengáñate, oh jeique! Alí Babá, ese leñador, ese don nadie, no se contenta con contar su oro, como tú, pues él lo mide! ¡Por Alah que lo mide como si fuese grano!” Y en medio de un torrente de palabras, gritos y vociferaciones, le puso al corriente del asunto, y le explicó la estratagema de la que se había valido para hacer el asombroso descubrimiento de la riqueza de Alí Babá, y añadió: “¡Pero esto no es todo, oh jeique! ¡Ahora tú debes averiguar cuál es el origen de la fortuna de tu miserable hermano, ese maldito hipócrita que simula ser pobre y mide el oro por celemines!” Al oír estas palabras de su esposa, Kasín no dudó de la realidad de la fortuna de su hermano, y, lejos de alegrarse al saber que el hijo de sus padres estaría desde entonces al abrigo de toda necesidad, sintió que la envidia se enseñoreaba de su ánimo:
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana y discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 854 NOCHE
Ella dijo:
“...y levantándose, al momento corrió a casa de su hermano para ver por sus propios ojos lo que había, y encontró a Alí Babá todavía con el pico en la mano, terminando de enterrar su tesoro, y abordándole, sin siquiera llamarle por su nombre y sin tratarle de hermano, pues había olvidado el parentesco mucho antes de conocer la noticia de su fortuna, le dijo: “¡Es así, oh padre de los asnos, como recelas y te ocultas de nosotros! ¡Sí! ¡Continúas aparentando pobreza y miseria ante las gentes, para después en tu vivienda piojosa medir el oro como el mercader de granos sus mercancías!” Alí Babá se turbó mucho al oír estas palabras, pero no porque fuese avaro o interesado, sino porque le constaba la malicia de su hermano y de la esposa de éste, y respondió: “¡Por Alah! No sé a qué te refieres. Apresúrate a explicarte y seré franco contigo, a pesar de que hace muchos años que has olvidado el lazo de sangre que nos une y desvías la mirada cada vez que te encuentras conmigo o con mis hijos.” Entonces, el autoritario Kasín dijo: “No se trata de eso, Alí Babá, sino de que me saques de la ignorancia, pues no sé por qué has de tener interés en ocultármelo”; y le mostró el dinar de oro todavía manchado de sebo, y mirando a su hermano de reojo le dijo: “¿Cuántas medidas de dinares semejantes a éste tienes en tu granero, bribón? ¿Y cómo has reunido tanto oro, vergüenza de nuestra casa?”-. Después en pocas palabras, le contó cómo su esposa había embadurnado de sebo el fondo de la medida que le había prestado y cómo aquella pieza de oro se había pegado. Cuando Alí Babá hubo escuchado las explicaciones de su hermano comprendió que lo sucedido ya no se podía remediar, por lo que sin hacer el menor gesto de asombro dijo: “¡Alah es generoso, hermano mío, ya que Él nos envía sus dones! ¡Que Él sea exaltado!”; y le contó con toda clase de detalles su historia del bosque, excepto lo referente a la fórmula mágica, y añadió ¡Hermano mío! Nosotros somos hijos del mismo padre y de la misma madre, y por eso todo lo mío es tuyo; yo deseo, si tú te dignas aceptarlo, ofrecerte la mitad del oro que he cogido de la caverna. El pícaro Kasín, que era tan avaro como malvado, respondió: “Ciertamente es así como tú lo entiendes; pero yo quiero saber cómo podría entrar en la caverna, y, sobre todo, no me engañes, pues en tal caso iría a denunciarte a la justicia como cómplice de los ladrones.” El buen Alí Babá, pensando en el destino de su mujer e hijos en el caso de que fuese denunciado le reveló las tres palabras de la fórmula mágica, impulsada más por su naturaleza amable que por las amenazas de un hermano tan bárbaro.
Kasín, sin dirigirle una palabra de agradecimiento, le dejó bruscamente, resuelto a ir él solo a apoderarse de todo el tesoro de la, cueva. A la mañana siguiente, antes que amaneciese, partió hacia el bosque llevando con él diez mulas cargadas con grandes cofres que se proponía llenar con el producto de su primera expedición; por otro lado se decía que una vez hubiese dado buena cuenta de las provisiones y riquezas sacadas de la gruta en el primer viaje, se reservaría el derecho de hacer una segunda expedición con mayor número de mulas, e incluso, si así lo decidía, con una caravana de camellos. Siguió al pie de la letra las indicaciones de Alí Babá, quien en su bondad había llegado incluso a ofrecérsele como guía; pero había desistido de su ofrecimiento al ver la sospecha reflejada en la sombría mirada de Kasín. Pronto llegó ante la roca, que reconoció por su aspecto enteramente liso, y por un árbol que le daba sombra, y alargando los brazos hacia ella dijo: ¡Sésamo, ábrete!” Súbitamente la roca se hendió por la mitad y Kasín, que había dejado sus mulas atadas a los árboles, penetró en la caverna, cuya entrada se cerró tras él gracias a la fórmula mágica. Su asombro no tuvo límites a la vista de tantas riquezas acumuladas, y al contemplar aquel oro amontonado y aquellas joyas guardadas en vasijas. Un gran deseo, cada vez más intenso, de ser el dueño de aquel tesoro, se apoderó de el, si bien se dio cuenta de que para transportar todo aquello no sería suficiente, no ya sólo una caravana de camellos, sino aún todos los camellos que viajan desde los confines de la Chía hasta las fronteras del Irán. Se dijo que para la próxima vez tomaría todas las medidas necesarias para organizar una verdadera expedición, contentándose esta vez con llenar de oro amonedado tantos sacos como pudiese llevar sobre las diez mulas. Una vez aue acabó aquel trabajo, regresó a la galería, y dijo: “¡Cebada, ábrete!” Kasín, cuyo ánimo estaba embargado por completo por el descubrimiento de aquel tesoro, había olvidado las palabras que debía decir, lo que originó su pérdida sin remedio. Volvió a repetir varias veces: “Cebada ábrete!”; mas la puerta permanecía cerrada. Entonces dijo: “¡Haba, ábrete!”, pero la puerta no se abrió, por lo que dijo: “¡Avena, ábrete!”; mas esta vez tampoco se abrió hendidura alguna. Kasín comenzó a perder la paciencia; y gritó: “¡Centeno, ábrete!” “¡Mijo, ábrete!” “¡Alforfón, ábrete!”, “¡Trigo, ábrete!” “¡Arroz, ábrete!” Mas la puerta de granito permaneció cerrada. Kasín se asustó mucho al verse encerrado a causa de haber olvidado las palabras mágicas; pero a pesar de ello continuó pronunciando ante la roca inamovible todos los nombres de cereales y los de las diferentes variedades de granos que la mano del Sembrador lanzó sobre la superficie de los campos en el principio del mundo; pero la roca continuó inmóvil, ya que el indigno hermano de Alí Babá olvidó un grano, el misterioso sésamo, que precisamente era el único que estaba dotado de poderes mágicos. Así es como más pronto o más tarde el destino nubla por orden del Todopoderoso la memoria de los truhanes, les quita lucidez y ciega su vista, y hablando de pícaros: “¡Que Alah les retire el don de la lucidez y deje que tanteen en las tinieblas, y que entonces, ciegos, sordos y mudos, no puedan volver sobre sus pasos!” Por otro lado, el profeta, que Alah le tenga en su gracia, ha dicho: “¡Sean cerrados sus oídos con el sello de Alah y sus ojos tapados con un velo, pues les está reservado un suplicio espantoso!”
Cuando el pícaro Kasín, que no esperaba este desastroso desenlace, se convenció de que no recordaba la fórmula mágica, para tratar de rememorarla comenzó a estrujar su cerebro inútilmente, pues el nombre mágica se había borrado para siempre de su memoria. Presa de pánico, dejó los sacos llenos de oro y recorrió la caverna en todas direcciones en busca de alguna hendidura, pero sólo encontró paredes graníticas, desesperadamente lisas. Igual que una bestia feroz, se mordía los puños con rabia y escupía babá sanguinolenta; mas no fue éste todo su castigo; todavía le quedaba la agonía de la muerte que no se hizo esperar.
En este momento de su narración, Sehahrazada vio que aparecía el alba y discretamente como siempre, calló:
PERO CUANDO LLEGÓ LA 855 NOCHE
Ella dijo:
“En efecto, los cuarenta ladrones regresaron al mediodía a su cueva, según su diaria costumbre, y vieron que diez mulas cargadas con grandes cofres estaban atadas a los árboles; a una señal de su jefe lanzaron sus caballos al galope hacia la entrada de la caverna, y, echando pie a tierra, comenzaron a buscar en las inmediaciones de la roca al hombre al que pudiesen pertenecerlas diez mulas; mas como sus pesquisas no diesen resultado, el jefe se decidió a entrar en la cueva, y, levantando su sable ante la puerta invisible, pronunció la fórmula mágica, y al momento la roca se dividió en dos mitades, que giraron en sentido inverso. El encerrado Kasín no dudó de su irremediable pérdida al oír los caballos y las exclamaciones sorprendidas y coléricas de los bandidos; pero como amaba su vida, quiso salvarla, y se escondió en un rincón, pronto a lanzarse hacia afuera a la primera oportunidad. Cuando oyó pronunciar la palabra. “sésamo”, maldijo su corta memoria, y, apenas vio que la puerta se entreabría, se lanzó hacia fuera como un carnero, con la cabeza baja, tan violentamente y con tan poca prudencia, que chocó contra el jefe de los cuarenta ladrones, derribándolo cuan largo era; pero los demás bandidos se abalanzaron contra Kasín, y, con sus sables le atravesaron de parte a parte, y en un abrir y cerrar de ojos fue descuartizado y separados de su tronco la cabeza y los brazos y las piernas; éste fue su destino.
Los bandidos, después de limpiar sus sables, entraron en la caverna, y viendo alineados ante la salida los sacos que había llenado Kasm se apresuraron a vaciar su contenido allí donde había estado antes, pero no se dieron cuenta de lo que faltaba, del oro que se había llevado Alí Babá. A continuación se reunieron en- círculo para celebrar consejo, y deliberaron largamente; pero en la ignorancia de haber sido despojados por Áli Babá, no pudieron comprender cómo había podido introducirse nadie en su refugio, por lo que decidieron' no seguir ocupándose de ello por más tiempo, y después de haber descargado sus nuevas adquisiciones y descansado un rato prefirieran salir de la cueva y montar a caballo para ir a asaltar las rutas de las caravanas, pues eran hombres activos que despreciaban las largas reflexiones y las palabras; pero ya volveremos a encontrarlos cuándo llegue el momento.
La esposa de Kasín, aquella maldita mujer, fue la causa de la muerte de su marido, quien, por otra parte, merecía su fin. La perfidia de esta mujer fue la que inventó el ardid del sebo, que fue el punto de partida de todos los acontecimientos. Y no dudando del éxito de la expedición de su marido, había preparado una comida especial para celebrarlo; mas cuando vio que la noche llegaba y no se veía a Kasín ni sombra de él, se alarmó mucho, no porque le amase con exceso, sino porque le era necesario; entonces ella se decidió a ir a buscar a Alí Babá a su casa; y aquella maldita, que nunca se había rebajado a franquear el umbral de su puerta, con rostro preocupado, dijo al leñador: “¡Oh, hermano de mi esposo! Los hermanos se deben a los hermanos y los amigos a los amigos. Vengó a pedirte que me tranquilices respecto al paradero de tu hermano, que, como tú sabes, ha ido al bosque y todavía no ha vuelto, a pesar de lo avanzado de la noche. ¡Por Alah, oh rostro bendito! ¡Ve a ver qué es lo que ha sucedido en el bosque!” Alí Babá, que, a las claras se veía, estaba dotado de un espíritu compasivo, compartió la alarma de la esposa de Kasín, y dijo: “¡Que Alah aleje a los malhechores de la cabeza de tu esposo, hermana mía! ¡Ah! ¡Si Kasín hubiese querido escuchar mi consejo me hubiese llevado con él como guía! Mas no te inquietes por su retraso, porque, sin duda, lo habrá hecho a propósito, para no llamar la atención de los viandantes al entrar en la ciudad a altas horas de la noche.” Aunqueé esto fuese verosímil, la realidad era que Kasín se había convertido en seis trozos de Kasín: dos brazos, dos piernas, un tronco y una cabeza, que los ladrones habían colocado en el interior de la galería, tras la puerta de roca a fin de que su sola presencia espantase a cualquiera que tuviese la audacia de franquear aquel umbral. Alí Babá tranquilizó como pudo a la mujer de su hermano y le hizo notar que cualquier pesquisa sería inútil en aquella noche sombría, por lo que la invitó cordialmente a pasar la noche en su compañía. La esposa de Alí Babá la hizo acostar en su propio lecho; no sin antes haberle asegurado Alí Babá que con la aurora saldría para el bosque.
En efecto, con las primeras luces de la mañana, el bondadoso leñador abandonó su casa seguido de sus tres asnos después de recomendar a su esposa que cuidase de la esposa de su hermano Kasín. Al aproximarse a la roca y no ver a los mulos, Alí Babá pensó que algo grave debía haber pasado; su inquietud aumentó al ver el suelo manchado de sangre, y, con voz temblorosa por la emoción, pronunció las palabras mágicas y entró en la caverna. El espectáculo de los miembros descuartizados de Kasín le hizo caer, tembloroso, de rodillas, mas sobreponiéndose a su emoción se aprestó a cumplir sus últimos deberes para con su hermano que, despuéss de todo, era musulmán e hijo de sus mismos padres. Así, pues, cogió de la caverna dos grandes sacos, metió en ellos el cuerpo descuartizado de su hermano, y, poniéndolos sobre uno de sus asnos, los recubrió cuidadosamente con ramaje. Luego, ya que estaba allí, pensó que debería aprovechar la ocasión para coger algunos sacos de oro, evitando así que dos de sus asnos regresaran de vacío. Una vez realizado este trabajo, cubiertos todos los sacos con ramaje como la primera vez, y después de ordenar a la puerta que se cerrase, tomó el camino de la ciudad, deplorando en su interior el triste fin de su hermano.
Después que llegó al patio de su casa, llamó a su esclava Morgana para que le ayudase a descargar los sacos. Aquella esclava era una joven a la que Alí Babá y su esposa habían recogido de pequeña y criado con los mismos cuidados y solicitud que hubieran podido tener para con ella sus mismos padres. La joven había crecido ayudando a su madre adoptiva en el, cuidado de la casa y haciendo el trabajo de diez personas. Era agradable, dócil, educada, y fecunda en invenciones para resolver las cuestiones más arduas y llevar a buen término las cosas más difíciles. Al presentarse ante su padre adoptivo, la joven le besó la mano, dándole la bienvenida como tenía por costumbre cada vez que él regresaba a casa; entonces, Alí Babá, le dijo: “¡Oh Morgana, hija mía! Hoy es el día en el que tu discreción y valía se van a poner a prueba”; y le contó el fin desgraciado de su hermano, añadiendo: “Su cuerpo está ahí, sobre el tercer asno. Mientras que voy a anunciar la noticia a su pobre viuda, es preciso que encuentres algún medio para hacerle enterrar como si hubiese fallecido de muerte natural, sin que nadie pueda sospechar la verdad.” La joven, respondió: “Te escucho y obedezco”
El leñador, entonces, fue a dar a noticia de la muerte de Kassín a la esposa de éste, quien comenzó a dar alaridos, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidas, pero Alí Babá, con tacto, supo calmarla, consiguiendo evitar que los gritos y lamentaciones llegaran a llamar la atención de los vecinos, provocando la alarma en todo el barrio; y, despuéss, añadió: “Alah es generoso y me ha dado grandes riquezas. Si en medio de esta desgracia sin remedio que se abate sobre ti, hay alguna cosa capaz de consolarte, yo te ofrezco los bienes que Alah me ha dado y que son tuyos, pues de ahora en adelante vivirás en mi casa en calidad de segunda esposa, encontrarás en la madre de mis hijos una hermana atenta y cariñosa, y todos viviremos tranquilos y felices recordando las virtudes del difunto.”
El leñador se calló esperando una respuesta, y, en un momento, Alí Babá hizo mella en el corazón de aquella mujer, despojándola de sus malquerencias. ¡Loado sea Alah Todopoderoso! Ella comprendió la bondad de Alí Babá y la generosidad de su ofrecimiento y consistió en ser su segunda esposa, y por su matrimonio con aquel hombre bueno, llegó a ser realmente una mujer de bien. De este modo consiguió Alí Babá evitar los gritos y la divulgación del secreto de la muerte de su hermano, y dejando a su nueva esposa bajo los cuidados de su antigua, fue en busca de la joven Morgana, quien no había perdido el tiempo, pues había combinado todo un plan para salvar aquella difícil situación.
En efecto, había ido a la tienda del mercader de drogas, y le había comprado una especie de trinca que curaba las heridas mortales. El mercader le había servido la medicina no sin antes preguntarle quién estaba enfermo en la casa de su amo. Morgana, suspirando, le había respondido: “¡Oh calamidad! El mal tiñe de rojo la cara del hermano de mi amo, que ha sido llevado a nuestra casa para así estar mejor atendido, pero nadie conoce su enfermedad-, Está inmóvil, ciego y sordo, con rostro de color de azafrán. ¡Oh, jeque, que esta trinca le saque de su mal estado!”
En este momento de su narración, Schahrazada vio que aparecía el alba, y discretamente como siempre, se calló.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 856 NOCHE
Schahrazada dijo: 
“Y había llevado a la casa la trinca en cuestión, de la que Kasín no podría servirse, y allí había esperado el regreso de su amo. En pocas palabras, ella le puso al corriente de lo que pensaba hacer, plan que el leñador aprobó manifestando al mismo tiempo la admiración que sentía por su ingenio.
A la mañana siguiente, la diligente Morgana fue a ver al mismo vendedor de drogas y, con rostro lleno de lágrimas y con muchos suspiros, le pidió una droga que de ordinario sólo se da a los enfermos moribundos, añadiendo: “Si este remedio no le cura, se ha perdido toda esperanza”; y al mismo tiempo tuvo cuidado de informar a todos las vecinos del barrio de la supuesta gravedad de Kasín, el hermano de Alí Babá. Al día siguiente por la mañana, cuando las gentes del barrio se despertaron, al oír gritos y lamentaciones, no dudaron de que eran proferidos par la esposa de Kasín, por la esposa del hermano de Kasín; por la joven Morgana y por todos los parientes, para así anunciar la muerte de Kasín.
Durante este tiempo, Morgana continuó realizando su plan diciéndose: “Hija mía, no todo consiste en hacer pasar una muerte violenta por una muerte natural, ya que además hay un gran peligro: dejar que las gentes se den cuenta de que el difunto está cortado en seis trozos” Sin tardanza, corrió a casa de a un viejo zapatero remendón del barrio, que no lo conocía y, saludándole, le puso en la mano un dinar de oro y le dijo.: “¡Oh jeique Mustafá, tu trabajo me es necesario!” El viejo remendón que era hombre de naturaleza alegre, respondió: “¡Oh día luminoso, bendito por tu venida, oh rostro de luna! ¡Habla oh mi dueña, y te responderé con la obediencia!” Morgana le dijo: “¡Oh, mi tío Mustafá! ¡Levántate y ven conmigo, pero antes coge lo necesario para coser cuero!” Cuando él hizo lo que ella le pedía, tomó un pañuelo y vendándole los ojos, le dijo: “¡Es condición imprescindible! ¡Sin esto no hacemos nada!”; pera el zapatero gritó: “¡Oh joven ¿quieres que por un dinar reniegue de la fe de mis padres o cometa algún robo o crimen extraordinario?” La joven le contestó: “¡Alejado sea el maligno, oh jeique! ¡Tranquiliza tu conciencia! No es nada de lo que imaginas, pues solo se trata de hacer una costura.” Mientras hablaba le puso en la mano una segunda pieza de oro que convenció al remendón.
Morgana le cogió de la mano, con los ojos ya vendados, y le llevó a la casa de Alí Babá y allí le quitó el pañuelo y mostrándole el cuerpo del difunto, cuyos miembros ella misma había reunido, le dijo:' “Te he traído aquí de la mano a fin de que cosas los seis trozos que ves”; y como el jeique retrocediese espantado, la animosa Morgana le puso una nueva moneda de oro en la mano y le prometió otra más si hacía el trabajo rápidamente, lo que decidió al zapatero a ponerse a trabajar. Cuando concluyó la costura, Margana le volvió a vendar los ojos y después de darle la recompensa prometida, le dejó, apresurándose a regresar a su casa, volviendo la vista de vez en cuando para ver si era observada por el zapatero.
Una vez que llegó, tomó el cuerpo reconstruido de Kasín, lo perfumó con incienso y lo amortajó ayudada por Alí Babá. Y para evitar que los hombres que trajeran las parihuelas sospechasen nada, ella misma fue por ellas pagando generosamente. Después, siempre ayudada por Alí Babá, puso el cuerpo en la caja mortuoria y la recubrió con telas adecuadas. Mientras tanto, llegaran el imán y demás dignatarias de la mezquita, y cuatro vecinos cargaron las parihuelas sobre sus hombros; el imán se puso a la cabeza del cortejo seguido por los lectores del Corán.
Morgana, iba tras los portadores llorosa y gimiente, golpeándose el pecho y mesándose los cabellos, en tanto que Alí Babá cerraba, la marcha, acompañado de algunos vecinos. Así llegaron al cementerio mientras que en la casa de Alí Babá las mujeres dejaban oír sus lamentaciones y gritos de dolor.
La verdad de aquella muerte quedó al abrigo de toda indiscreción, sin que persona alguna sospechase lo más leve de la funesta aventura.
Por lo que respecta a los cuarenta ladrones, durante un mes se abstuvieron de volver a su refugio por temor a la putrefacción de los abandonados restos de Kasín, pero una vez que regresaron, su asombro no tuvo límites al no encontrar los despojos de Kasín, ni señal alguna de putrefacción. Esta vez reflexionaron seriamente acerca de la situación, y finalmente, el jefe de los cuarenta, dijo: “Sin duda hemos sido descubiertos y se conoce nuestro secretos si no lo remediamos prontamente, todas las riquezas que nosotros y nuestros antecesores hemos acumulado con tantos trabajos y peligros, nos serán arrebatadas por el cómplice del ladrón que hemos castigado. Es preciso que sin pérdida de tiempo matemos al otro, para lo que hay un solo medio, y es, que alguien que sea a la vez el más astuto y audaz, vaya a la ciudad disfrazado de derviche extranjero, y, usando de toda su habilidad, descubra quién es aquel al que nosotros hemos descuartizado y en qué casa habitaba. Todas estas pesquisas deben ser hechas con gran prudencia, ya que una palabra de más podría comprometer el asunto y perdemos a todos sin remedio, Estimo que aquel que asuma este trabajo debe comprometerse a sufrir la pena de muerte si da pruebas de ineptitud en el cumplimiento de su misión.” Al momento, uno de los ladrones, exclamó: “Me ofrezco para la empresa y acepto las condiciones.” El jefe y sus camaradas le felicitaron colmándole de elogios y, disfrazado de derviche extranjero, partió rápidamente.
El bandido entró en la ciudad y vio que todas las casas y tiendas estaban todavía cerradas a causa de lo temprano de la hora; únicamente la tienda del jeique Mustafá, el remendón, estaba abierta, y el zapatero, con la lezna en la mano, se disponía a arreglar una babucha de cuero de color de azafrán; al levantar la mirada y ver al derviche, se apresuró a saludarle. Éste le devolvió el saludo y se admiró de que a su edad tuviese tan buena vista y manos tan expertas. El anciano, muy halagado y satisfecho, respondió: “¡Oh derviche! ¡Por Alah, que todavía puedo enhebrar la aguja al primer intento y puedo coser los seis trozos de un muerto en el fondo de un sótano poco iluminado!” El ladrón-derviche, al oír estas palabras, se alegró mucho y bendijo su destino que le conducía por el camino más corto hacia el logro de su misión, y aprovechando la ocasión, simuló asombro y exclamó: “¡Oh faz de bendición! ¿Seis trozos de un hombre? ¿Qué es lo que quieres decir? ¿Es que en este país tenéis la costumbre de cortar a los muertos en seis pedazos y coserlos después?”
El jeique Mustafá se echó o reír y respondió: “¡No, por Alah! Aquí no se acostumbra hacer eso, pero yo sé lo que me digo y tengo muchas razones para decirlo, mas por otra parte, mi lengua es corta y esta mañana no me obedece.” El derviche-ladrón comenzó a reír, no tanto por el aire con que el remendón pronunciaba sus frases, como por atraerse su favor, y haciendo ademán de estrechar su mano, le dio una pieza de oro, diciendo: “¡Oh padre de la elocuencia! ¡Oh tío! ¡Que Alah me guarde de meterme donde no debo, pero si en mi calidad de extranjero puedo dirigirte una súplica, ésta será que me hagas la gracia de decirme donde se levanta la casa en cuyo sótano cosiste los restos del muerto!” .
Ei viejo remendón; respondió: “¡Oh jefe de los derviches! No podré indicártela, ya que yo mismo no la conozco. Sólo sé que, con los ojos vendados, fui conducido a ella por una joven embrujadora que hace las cosas con una celeridad pasmosa. Sin embargo, si me vendasen los ojos de nuevo, podría encontrar la casa guiándome por las cosa que palpé con mis manos durante el camino; porque debes saber, sabio derviche, que el hombre ve con sus dedos como con sus ojos, sobre todo si su piel no es tan dura como la de los cocodrilos. Por mi parte, tengo entre los clientes, cuyos honorables pies calzo, muchos ciegos clarividentes, gracias al ojo que tienen en cada dedo, pues no todos han de ser como el malvado barbero que todos los viernes me rapa la cabeza despellejándome atrozmente, ¡que Alah le maldiga!”
En este momento de su narración, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 857 NOCHE
Dijo Schahrazada:
“El derviche-ladrón, exclamó: “¡Benditos sean los pechos que te han alimentado y ojalá puedas enhebrar la aguja durante mucho tiempo y calzar, pies honorables, oh jeique de buen augurio! ¡No deseo nada, más que seguir tus indicaciones, a fin de que me ayudes a encontrar la casa en la que suceden cosas tan prodigiosas!”
El jeique Mustafá se levantó y el derviche le vendó los ojos, le llevó a la calle de la mano y marcho a su lado hasta la misma casa de Alí Babá, ante la cual, Mustafá, le dijo: “Ciertamente es ésta; reconozco la casa por el olor que exhala a estiércol de asno y por este pedruzco que ya he pisado en otra ocasión.” El ladrón, muy contento, se apresuró a hacer una señal en la puerta de la casa con un trozo de tiza, antes de quitarle la venda al remendón. Después; mirando con agradecimiento a su compañero, le gratificó con otra pieza de oro y le prometió que le compraría las babuchas que necesitase hasta el fin de sus días; acto seguido, se apresuró a tomar el camino del bosque para ir a anunciar a su jefe el descubrimiento que había hecho, pero como ya se verá, el ladrón no sabía que corría derecho a ver saltar su cabeza sobre sus hombros.
En efecto, la diligente Morgana salió para ir a comprar provisiones y a su regreso del mercado notó que sobre la puerta había una marca blanca; y examinándola con atención, pensó: “Esta marca no se ha hecho ella sola y la mano que la ha hecho no puede ser sino una mano enemiga, por lo que es precisa, conjurar el maleficio”; y, corriendo a buscar un trozo de yeso, hizo una señal exactamente igual en las puertas de todas las casas de la calle; a derecha e izquierda. Cada vez que hacía una marca, dirigiéndose al autor de la primera señal, mentalmente, decía; “¡Los cinco dedos de mi mano derecha en tu ojo izquierdo, y los de mi mano izquierda en tu ojo derecho!”; porque sabía que no hay fórmula más poderosa para conjurar las fuerzas invisibles, evitar los maleficios, y hacer caer sobre la cabeza del maldiciente las calamidades, ya sufridas o inminentes.
Cuando los malhechores, aleccionados por su compañero, entraron de dos en dos en la ciudad y se dirigieron a la casa señalada, se asombraron mucho al ver que todas las puertas ele las casas de aquella calle tenían la misma señal. A una orden de su jefe regresaron a su cueva del bosque y una vez que estuvieron todos reunidos de nuevo, arrastraron hasta el centro del circulo que formaban al ladrón que tan mal había tomado sus precauciones y le condenaron a muerte; a continuación y a una señal del jefe, le cortaron la cabeza. Pero como la necesidad de encontrar al autor de todo aquel asunto era más urgente que nunca, un segundo ladrón se ofreció a ir a investigar; el jefe escuchó la oferta con agrado y el ladrón partió de inmediato para la ciudad, donde se puso en contacto con el jeique Mustafá y se hizo conducir hasta la casa en la que se presumía fueron cosidos los seis trozos, e hizo en uno de los ángulos de la puerta una señal roja y regresó al bosque
Cuando los ladrones, guiados por su compañero; llegaron a la calle de Ali Babá, encontraron que todas las puertas estaban marcadas con una señal roja, exactamente en el mismo sitio, ya que la sutil Morgana, al igual que la primera vez, había tomado sus precauciones.
A su retorno a la caverna, la cabeza del segundo ladrón-guía, siguió la misma suerte que la de su predecesor, pero aquello no contribuyó a arreglar el asunto y sólo sirvió para disminuir la tropa en dos hombres, los más valerosos. El jefe reflexionó un buen rato acerca de la situación y dijo: “No encargaré este asunto a nadie más que a mí mismo”; y partió solo para la ciudad. Una vez en ella, no hizo como los demás, pues cuando Mustafá le hubo indicado la casa de Alí Babá no perdió el tiempo marcando la puerta con yeso, sino que observó atentamente su exterior para fijarlo en su memoria, ya que desde fuera aquella casa ofrecía el mismo aspecto que todas las demás; cuando terminó su examen, regresó al bosque y reuniendo, a los treinta y siete ladrones supervivientes les dijo: “El autor del daño que hemos sufrido está descubierto, puesto que conozco su casa. ¡Por Alah, que su castigo será terrible! Por vuestra parte, daos prisa en traerme aquí treinta y ocho grandes tinajas de barro, de cuello largo y vientre ancho, todas vacías, excepto una que llenaréis de aceite de oliva; además, cuidad de que ninguna esté rajada.”
Los ladrones que estaban habituados a ejecutar sin rechistar las órdenes de su jefe, marcharon al mercado para comprar as treinta y ocho tinajas, que una vez compradas, cargaron de dos en dos en los caballos y regresaron al bosque. Reunidos de nuevo, el jefe dijo: “¡Despojaos de vuestras ropas y que cada uno se meta en una tinaja llevando únicamente sus armas, su turbante y sus babuchas.” Sin decir palabra, los treinta y siete ladrones saltaron de dos en dos sobre los caballos portadores de tinajas y como cada caballo llevaba un par de aquéllas, una a la derecha y otra a la izquierda, cada bandido se dejó caer en una. De esta manera, se encontraron replegados sobre ellos mismos, con las rodillas tocando las barbillas, igual que están los pollos en el huevo a los veinte días. Se colocaron llevando en una mano la cimitarra y en otra un hatillo y las babuchas en el fondo de la tinaja. La única que iba llena de aceite iba de pareja con el ladrón que hacía el número treinta y siete.
Cuando los ladrones terminaron de colocarse en las tinajas lo más cómodamente posible, el jefe se acercó y examinándolas una por una, cerró las bocas de los recipientes con fibra de palmera, a fin de ocultar el contenido y al mismo tiempo, permitir a sus hombres respirar libremente. Para que los viandantes no pudiesen abrigar duda alguna del contenido, tomó aceite de la tinaja que estaba llena y frotó con él las paredes externas de las demás tinajas. Entonces, el jefe se disfrazó, de mercader de aceite y conduciendo los caballos portadores de aquella mercancía improvisada se dirigió hacia la ciudad. Alah le protegió y llegó sin contratiempo, por la tarde, ante la casa de Alí Babá, y para que todo se acabase de poner a su favor, Alí Babá en persona estaba a la puerta de su casa, sentado en el umbral, tomando el fresco antes de la oración de la tarde.
En este momento, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 858 NOCHE
Ella dijo:
“El jefe detuvo los caballos. y después de saludar, a Alí Babá, le dijo: “¡Oh mi dueño! Tu esclavo es mercader de aceite y no sabe dónde ir a pasar la noche en una ciudad en la que no conoce a nadie, y espera de tu generosidad que le concedas hospitalidad hasta mañana, a él y a sus bestias, en el patio, de tu casa.” Al oír esta petición, el corazón de Alí Babá se ablandó acordándose de los tiempos en que fue pobre y, lejos de reconocer al jefe de los ladrones, al que había visto y oído en el bosque, se levantó en su honor y dijo: “¡Oh mercader de aceite! ¡Hermano mío, que mi morada te sirva de descanso y que en ella puedas encontrar ayuda y familia! ¡Sé bien venido!”; mientras hablaba le cogió de la mano y junto con los caballos, le condujo hasta el patio, y llamando a Morgana y a otro esclavo, les ordeno que ayudasen al huésped de Alah a descargar las vasijas y dar de comer a los animales. Cuando las vasijas estuvieron colocadas en buen orden en un extremo del patio y los caballos atados junto al muro y colgando del cuello de cada uno un saco lleno de avena, Alí Babá, siempre tan afable, tomó a su huésped de la mano y le condujo al interior de la casa, donde le hizo sentar en el sitio de honor para tomar la comida de la tarde. Después que hubieron comido, bebido y dado las gracias a Alah por sus favores; Alí Babá, no queriendo incomodar a su huésped, se retiró diciendo: “¡Oh mi dueño! ¡Mi casa es tu casa y lo que hay en ella, te pertenece!” Pero el mercader de aceite le llamó y le dijo: “¡Por Alah, oh mi huésped! Muéstrame el sitio de tu honorable casa en el que pueda dar descanso a mis intestinos”; Alí Babá le condujo al lugar indicado, que estaba situado en un ángulo de la casa, cerca de donde estaban las tinajas, y se apresuró a retirarse a fin de no perturbar las funciones digestivas del mercader de aceite.
Y, en efecto, el jefe de los bandidos no dejó de hacer lo que tenía que hacer; cuando terminó se aproximó a las tinajas, e inclinándose sobre cada una de ellas, dijo en voz baja: “Cuando oigas que unas piedrecitas golpean tu tinaja, no olvides salir y acudir junto a mí” y habiendo ordenado a su gente lo que debía hacer, penetró en la casa. Morgana, que le esperaba a la puerta de la cocina con una lámpara de aceite en la mano, le condujo a la habitación que le había preparado y se retiró. El bandido, por estar mejor dispuesto para la ejecución de su proyecto, se tendió sobre el lecho en el que pensaba dormir hasta la media noche, y no tardó en roncar estrepitosamente. Y entonces pasó lo que debía pasar.
En efecto, mientras Morgana estaba en su cocina, fregando los platos y cacerolas, la lámpara falta de aceite, se apagó. Precisamente la provisión de aceite de la casa se había acabado y Morgana, que había olvidado proveerse durante el día, se contrarió mucho y llamó a Abdalá, el nuevo esclavo de Alí Babá, a quien hizo partícipe de su contrariedad; éste comenzó a reír y dijo: “¡Por Alah, oh Morgana! Hermana mía, ¿cómo puedes decirme que no tenemos aceite en la casa cuando en este momento hay en el patio, apoyadas contra el muro, treinta y ocho tinajas llenas de aceite de oliva y que; a juzgar por el olor, debe ser de excelente calidad? ¡Hermana mía!, no veo en ti la diligencia, entendimiento y recursos de Morgana;” Después añadió: “¡Hermana mía, me vuelvo a dormir para poder levantarme con la aurora a fin de acompañar al baño a nuestro amo Alí Babá!”, y se fue a dormir no lejos de donde el mercader de aceite resoplaba como un fuelle.
Morgana algo confundida por las palabras de Abdalá, tomó la vasija del aceite y fue al patio a llenarla en una de las tinajas. Se aproximó a la primera de ellas, la destapó y metió la vasija en la abertura, pero el cacharro, en lugar de sumergirse en aceite, chocó violentamente contra algo resistente; aquella cosa se movió y se oyó una voz que decía: “¡Por Alah! ¡El guijarro que ha lanzado el jefe debe ser del tamaño de una roca, por lo menos! ¡Éste es el momento!” y sacando la cabeza, se aprestó a salir de la tinaja. Morgana al encontrar a un ser viviente en aquella tinaja en lugar del aceite que esperaba, pensó que había llegado la hora de su destino, y, muy sorprendida en un principio, no pudo dejar de pensar: ,”¡Soy muerta y todos los habitantes de la casa “perecerán sin remedio!; pero la violencia de su emoción le devolvió todo su coraje y en vez de comenzar a gritar aterrada, se inclinó sobre la boca de la tinaja y dijo: “¡No, mozo, no! Tu amo duerme todavía. Espera que se despierte.”
Morgana era muy sagaz y lo había adivinado todo, pero para comprobar la gravedad de la situación quiso inspeccionar las demás tinajas. Aunque la tentativa no dejaba de ser peligrosa, se aproximó a cada, una, y, tanteando la cabeza que asomaba tan pronto como la destapaba, decía: “¡Paciencia y hasta luego!”; de esta manera contó hasta treinta y siete cabezas barbudas y vio que la tinaja número treinta y ocho era la única que estaba llena de aceite. Entonces, tomó la vasija y, con calma, fue a encender su lámpara para poder poner en ejecución el proyecto que su ingenio le había sugerido para sortear el peligro inminente.
De vuelta al patio, encendió fuego bajo la caldera que servia para la colada, y, sirviéndose de la vasija, la llenó de aceite; como el fuego estaba fuerte, el líquido no tardó en hervir. Entonces, llenó un gran cubo con aquel aceite hirviendo, aproximándose a una tinaja, la destapó, vertiendo de golpe el liquido abrasador sobre la cabeza que intentaba salir, y al momento, el bandido murió abrasado. Morgana, con mano segura, hizo correr la misma suerte a todos los que estaban encerrados en las tinajas y todos murieron abrasados, pues ningún hombre, aunque estuviese encerrado en una tinaja de siete paredes podría escapar al destino atado a su cuello. Una ves que realizó su designio, Morgana apagó el fuego, y, cubriendo las bocas de las tinajas con la fibra de palmera, regresó a la cocina, apagó la linterna, y quedó a oscuras, resuelta a esperar el desenlace del asunto, que no se hizo esperar mucho tiempo.
En efecto, hacia la medianoche, el mercader de aceite se despertó y asomó la cabeza por la ventana que daba al patio, y no viendo ni oyendo nada, pensó que todos los de la casa debían estar durmiendo. Tal como había dicho a sus hombres, arrojó sobre las tinajas unos guijarros que con él llevaba; como tenía el ojo seguro y la mano hábil acertó todos los blancos y esperó, no dudando de que vería surgir a sus hombres blandiendo las armas, mas nada sucedió. Pensando que se habían dormido, les arrojó más guijarros, pero no apareció cabeza alguna. El jefe de los bandidos se irritó mucho con sus hombres, a los que creía dormidos, y se dirigió hacia ellos, pensando: “¡Hijos de perrol ¡No valen para nada!”, pero al acercarse a las tinajas hubo de retroceder, tan espantoso era el olor a aceite quemado y a carne abrasada que exhalaban. Se aproximó de nuevo y tocando las paredes de una de ellas sintió que estaban tan calientes como las paredes de un horno y levantando las tapas vio a sus hombres, uno tras otro, humeantes y sin vida.
A la vista de este espectáculo, el jefe de los ladrones comprendió de qué manera tan atroz habían perecido sus hombres, y, dando un salto prodigioso, alcanzó la cima del muro, se descolgó a la calle, y dando sus piernas al viento se perdió en la oscuridad de la noche.
En este momento, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 859 NOCHE
Schahrazada dijo:
“Y llegando a su cueva, se sumergió en sombrías reflexiones acerca de lo que debía hacer para vengar lo que debía ser vengado. En cuanto a Morgana, que acababa de salvar la casa de su dueño y las vidas de cuantos habitaban en ella, una vez que se hubo dado cuenta de que con la huida del mercader de aceite había desaparecido todo peligro, esperó tranquilamente a que amaneciera para ir a despertar a su dueño Alí Babá. Cuando éste se hubo vestido, sorprendido de que se le despertara tan temprano sólo para ir al baño, Morgana le llevó ante las tinajas y le dijo: “¡Oh, mi dueño! ¡Levanta la primera tapa y mira dentro!” Alí Babá, al hacerlo, se horrorizó y Morgana se apresuró a contarle cuanto había pasado, sin omitir un detalle, mas no es útil repetirlo aquí; e igualmente le contó la historia de las marcas blancas y rojas de las puertas, pero tampoco es de utilidad repetirla.
Cuando Alí Babá hubo escuchado el relato de su esclava, lloró de emoción, y, estrechando a la joven con ternura contra su corazón, le dijo “¡Bendita hija y bendito el vientre que te llevó! Ciertamente que el pan que has comido en está casa no ha sido comido con ingratitud. ¡Eres mi hija y la hija de la madre de mis hijos y de ahora en adelante serás mi primogénita!”, y continuó diciéndole palabras amables, agradeciéndole su sagacidad y valentía. Después de esto, Alí Babá, ayudado por Morgana y el esclavo Abdalá, procedió al entierro de los ladrones, cuyos cuerpos, tras pensarlo mucho, decidió enterrar en una fosa enorme que cavaría en el jardín, haciéndolo él mismo para no llamar la atención de los vecinos. Así es como se desembazaró de aquella gente maldita.
Muchos días transcurrieron en casa de Alí Babá en medio del regocijo y de la alegría, menudearon los comentarios sobre los detalles de aquella aventura prodigiosa y dando gracias a Alah por su protección. Morgana era mas querida que nunca y Alí Babá junto con sus dos esposas e hijos, se esforzaba en darle muestras de su agradecimiento y amistad.
Un día el hijo mayor de Alí Babá, que era quien regía la antigua tienda de Kasín, dijo a su padre: “Padre mío, no sé qué hacer para agradecer a mi vecino el mercader Hussein todas las atenciones con que me abruma desde su reciente instalación en el mercado. He aquí que ya he aceptado en cinco ocasiones participar, de su comida del mediodía, sin ofrecerle nada en cambio. ¡Oh padre! Yo desearía invitarle aunque no fuese más que una sola vez y resarcirle de todas sus atenciones con un festín suntuoso y único, ya que convendrás en que es conveniente agasajarle debidamente, en justa correspondencia, a las atenciones que ha tenido para conmigo.”
Alí Babá, respondió: “¡Hijo mío, ciertamente ése es el mas grande de los deberes! Tendrás que dejarlo todo a mi cargo y no preocuparte por nada. Precisamente, mañana viernes, día de descanso, lo aprovecharás para invitar a tu vecino Hussein a venir a tomar con nosotros el pan y la sal, y si por discreción busca algún pretexto, no temas insistir y tráele a nuestra casa, en la que espero que encuentre un agasajo digno de su generosidad.”
A la mañana siguiente, después de la oración, el hijo de Alí Babá invitó a Hussein, el mercader que recientemente se había instalado en el mercado, a dar un paseo. En compañía de su vecino, dirigió sus pasos precisamente hacia el barrio donde estaba su casa. Alí Babá, que los esperaba en el umbral, se acercó a ellos con rostro sonriente y después de saludarlos, expresó a Hussein su gratitud por las deferencias que tenía para con su hijo y le invito cordialmente a que entrase en su casa a descansar y a compartir con su hijo y con él, la comida de la tarde, y añadió: “¡Bien sé que haga lo que haga, no podré recompensar las atenciones que has tenido con mi hijo, pero, en fin, espero que aceptes el pan y la sal de la hospitalidad!”
Hussein respondió: “¡Por Alah, oh mi dueño! Tu hospitalidad es grande ciertamente, pero ¿cómo puedo aceptarla si tengo hecho juramento de no probar nunca alimentos sazonados con sal y de no probar jamás ese condimento?” Alí Babá, respondió: “No tengo más que decir una palabra en la cocina y los alimentos serán preparados sin sal ni nada parecido.” Y de tal modo instó al mercader; que le obligó a entrar en su casa. Rápidamente corrió a prevenir a Morgana para que no echara sal a los alimentos y prepararan las viandas, rellenos y pasteles, sin la ayuda de aquel condimento. Morgana, muy sorprendida por el horror de aquel huésped hacia la sal, no sabiendo a qué atribuir un deseo tan extraño comenzó a reflexionar sobre el asunto, pero no olvidó prevenir a la cocinera negra de que debía atenerse, a la orden de su dueño Alí Babá.
Cuando la comida estuvo lista, Morgana la sirvió en los platos y ayudó al esclavo Abdalá a llevarla a la sala del festín, y, como era de natural muy curiosa, de vez en cuando echaba una ojeada al huésped a quien no le gustaba la sal.
Cuando la comida terminó, Morgana se retiró para dejar a su dueño conversar a gusto con su invitado. Al cabo de una hora la joven entró nuevamente en la sala, y, con gran sorpresa de Alí Babá, ataviada como una danzarina: la frente adornada con una diadema de zequíes de oro, el cuello rodeado por un collar de ámbar, el talle ceñido con un cinturón de mallas de oro, y brazaletes de oro con cascabeles en las muñecas y tobillos, según la costumbre de las danzarinas de profesión. De su cintura colgaba el puñal de empuñadura de jade y larga hoja que sirve para acompañar las figuras de la danza. Sus ojos de gacela enamorada, ya tan grandes de por sí y de tan profunda mirada, estaban pintados con kohl negro hasta las sienes, lo mismo que sus cejas, alargadas en amenazador arco. Así ataviada y adornada, avanzó con pasos medidos, erguida y con los senos enhiestos. Tras ella entró el joven esclavo Abdalá llevando en su mano derecha, a la altura de la cintura, un tambor sobre el que redoblaba muy lentamente, acompañando los pasos de la esclava.
Cuando Morgana llegó ante su dueño, se inclinó graciosamente y sin darle tiempo a recuperarse de la sorpresa que le había producido aquella entrada inesperada, se volvió hacia el joven Abdalá y le hizo una ligera seña. Súbitamente, el redoble del tambor se aceleró Morgana bailó ágil como un pajaro, todos los pasos imaginables, dibujando todas las figuras, como lo hubiese hecha en el palacio de los reyes una danzarina de profesión. Danzó como sólo pudo hacerlo ante Seúl, sombrío y triste, David, el pastor. Bailó la danza de los velos, la del pañuelo, la del bastón, las danzas de los judíos, de los griegos, de los etíopes, de los persas y de los beduinos, con una ligereza tan maravillosa que, ciertamente, sólo Balkin, la amante reina de Solimán, hubiese podido hacerlo igual.
Terminó de bailar sólo cuando el corazón de su dueño, el hijo de su dueño y el del mercader invitado de su amo cesaron de latir y la contemplaron con ojos arrobados. Entonces, comenzó la danza del puñal; en efecto, sacando de improviso el puñal de su funda de plata, ondulante por su gracia y actitudes, danzó al ritmo acelerado del tambor, con el puñal amenazador, flexible, ardiente, salvaje y como sostenida por alas invisibles.
La punta del arma tan pronto se dirigía contra algún enemigo invisible como hacia los bellos senos de la exaltada adolescente. En aquellos momentos, la concurrencia profería un grito de alarma, tan próximo parecía estar el corazón, de la danzarina de la punta mortífera del arma, pero poco a poco el ritmo del tambor se hizo más lento y le atenuó su redoble hasta el silencio completo, y Morgana cesó de bailar.
La joven se volvió hacia el esclavo Abdalá, quien a una nueva seña, le arrojó el tambor que ella atrapó al vuelo, y se sirvió de él para tenderlo a los tres espectadores, según la costumbre de las bailarinas, solicitando su dádiva. Alí Babá, aunque molesto en un principio por la inesperada entrada de su esclava, pronto se dejó ganar por tanto encanto y arte y arrojó un dinar de oro en el tambor. Morgana se lo agradeció con una profunda reverencia y una sonrisa y tendió el tambor al hijo de Alí Babá, que no fue menos generoso que su padre. Llevando siempre el tambor en la mano izquierda, lo presentó al huésped a quien no le gustaba la sal. Hussein tiró de su bolsa y se disponía a sacar algún dinero para aquella bailarina codiciable, cuando de súbito Morgana, que había retrocedido dos pasos, se abalanzó contra él como un gato salvaje y le clavó en el corazón el puñal que blandía en la diestra. Hussein con los ojos fuera de las órbitas, medio exhaló un suspiro, y, cayendo de bruces sobre el tipaz, dejó de existir. Alí Babá y su hijo, en el colmo del espanto y de la indignación, se lanzaron hacia Morgana, que temblorosa por la emoción, limpiaba su puñal en el velo de seda y como la creyesen víctima del delirio y de la locura, la asieron de las manos para quitarle el arma, pero ella con voz tranquila, les dijo: “¡Oh amos míos! ¡Alabemos a Alah que ha dirigido el brazo de una débil joven, para así castigar al jefe de vuestros enemigos! ¡Ved si este muerto no es el mercader de aceite, el capitán de los ladrones, el hombre que no quiso probar la sal de la hospitalidad!”
Mientras hablaba, despojó de su manto al cuerpo caído, y mostró bajo sus largas barbas, al enemigo que había jurado su destrucción. Cuando Alí Babá reconoció en el cuerpo inanimado de Hussein al mercader de aceite dueño de las tinajas y jefe de los bandidos, comprendió que por segunda vez debía su vida y la de su familia a la adhesión atenta y al coraje de la joven Morgana, por lo que abrazándola, con lágrimas en los ojos; le dijo: “¡Oh Morgana, hija mía! Para que mi dicha sea completa, ¿quieres entrar definitivamente en mi familia como esposa de mi hijo, ese bello joven que aquí está con nosotros?” Morgana besó la mano de Alí Babá y respondió: “Acato y obedezco.”
El matrimonio de Morgana con el hijo de Alí Babá se celebró sin tardanza ante el kadí y los testigos, en medio de gran alegría y regocijo. El cuerpo del jefe de los bandidos, ¡que él sea maldito!, se enterró en secreto en la fosa común que había servido de sepultura a sus antiguos compañeros.
En este momento, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 860 NOCHE
Dijo Schahrazada:
“Después del matrimonio de su hijo, Alí Babá escuchaba atentamente las opiniones de Morgana, y, siguiendo sus consejos, durante algún tiempo se abstuvo de volver a la caverna por temor de encontrar a los dos bandidos restantes, cuya muerte ignoraba, y que en realidad, como tú sabes, rey afortunado, habían sido ejecutados por orden de su capitán.
Hasta que pasó un año no estuvo tranquilo a ese respecto, pero una vez hubo transcurrido ese tiempo se decidió a visitar la caverna en compañía de su hijo y de la avisada Morgana. Ésta, que durante el camino no dejó de observar cuanto veía, al llegar a la roca se apercibió de que los arbustos y las grandes hierbas obstruían por completo el sendero que rodeaba a aquélla y que, por otra parte, en el suelo no había rastro de pisadas humanas ni huella alguna de caballos, por lo que, deduciendo que desde mucho tiempo atrás nadie debía haberse acercado a aquellos parajes, dijo a Alí Babá: “¡Oh tío mío! ¡No hay inconveniente; podemos entrar sin peligro!” Alí Babá extendió las manos hacia la puerta de piedra y pronunció la fórmula mágica, diciendo “¡Sésamo, ábrete!” Lo mismo que otras veces, la huerta obedeció como si fuese movida por servidores invisibles y se abrió dejando paso libre a Alí Babá, a su hijo, y a la joven Morgana. El antiguo leñador comprobó que, en efecto, nada había cambiado desde su última visita al tesoro; por lo que se apresuró a mostrar a Morgana y a su hijo las fabulosas riquezas, de las que era él único dueño.
Una vez que vieron cuanto había en la caverna, llenaron de oro y pedrería tres sacos grandes que habían llevado con ellos y, volviendo sobre sus pasos, después de pronunciar la fórmula de apertura, salieron de la cueva.
Desde entonces vivieron con tranquilidad, usando con moderación y prudencia las riquezas que les había otorgado el Generoso, que es el único grande. Así es como Alí Babá, el leñador propietario de tres asnos por toda fortuna, llegó a ser, gracias a su destino, el hombre más rico y respetado de su ciudad natal.
¡Gracias a Aquel que da sin medida a los humildes de la tierra! He aquí, ¡oh rey afortunado! -continuó diciendo Schahrazada-; lo que sé de la historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones, pero ¡más sabio es Alah!
El rey Schahriar dijo:
-Ciertamente, Schahrazada, que ésta es una historia asombrosa, pues la joven Morgana no tiene par entre las mujeres de hoy. Bien lo sé yo, que me vi obligado a cortar la cabeza de todas las desvergonzadas de mi palacio.

Fuente:
http://bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/literaturaasiatica/lasmilyunanoches/AliBaba.asp