Ilíada Homéridas
Canto I (fragmento).
Canta, oh diosa, la cólera
del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males á los aqueos y
precipitó al Orco muchas almas valerosas de héroes, á quienes hizo presa de
perros y pasto de aves—cumplíase la voluntad de Júpiter—desde que se separaron
disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
8 ¿Cuál de los
dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Júpiter
y de Latona. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los
hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises.
Éste, deseando redimir á su hija, habíase presentado en las veleras naves
aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de
áureo cetro, en la mano; y á todos los aqueos, y particularmente á los dos
Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
17 «¡Atridas y
demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os
permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente á la patria. Poned
en libertad á mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Júpiter, al flechador
Apolo.»
22 Todos los
aqueos aprobaron á voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el
espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, á quien no plugo el acuerdo, le
mandó enhoramala con amenazador lenguaje:
26 «Que yo no te
encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida,
ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del
dios. Á aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos,
lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete;
no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.»
33 Así dijo. El
anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fuése por
la orilla del estruendoso mar; y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al
soberano Apolo, hijo de Latona, la de hermosa cabellera:
37 «¡Óyeme, tú
que llevas arco de plata, proteges á Crisa y á la divina Cila, é imperas en
Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo ó
quemé en tu honor pingües muslos de toros ó de cabras, cúmpleme este voto:
¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!»
43 Tal fué su
plegaria. Oyóla Febo Apolo, é irritado en su corazón, descendió de las cumbres
del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron
sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó á moverse. Iba parecido á la
noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dió un
terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los
ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas á los hombres, y
continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
53 Durante nueve
días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles
convocó al pueblo á junta: se lo puso en el corazón Juno, la diosa de los
níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, á quienes veía morir.
Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se
levantó y dijo:
59 «¡Atrida! Creo
que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la
muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas,
ea, consultemos á un adivino, sacerdote ó intérprete de sueños—también el sueño
procede de Júpiter,—para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si
está quejoso con motivo de algún voto ó hecatombe, y si quemando en su obsequio
grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.»
68 Cuando así
hubo hablado, se sentó. Levantóse Calcas Testórida, el mejor de los
augures—conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves
aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo,—y
benévolo les arengó diciendo:
74 «¡Oh Aquiles,
caro á Júpiter! Mándasme explicar la cólera del dios, del flechador Apolo. Pues
bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto á defenderme de
palabra y de obra, pues temo irritar á un varón que goza de gran poder entre
los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el
inferior contra quien se enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda
luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tú si me
salvarás.»
84 Respondióle
Aquiles, el de los pies ligeros: «Manifiesta, deponiendo todo temor, el
vaticinio que sabes; pues, ¡por Apolo, caro á Júpiter, á quien tú, oh Calcas,
invocas siempre que revelas los oráculos á los dánaos!, ninguno de ellos pondrá
en ti sus pesadas manos, junto á las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la
luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón que al presente blasona de
ser el más poderoso de los aqueos todos.»
92 Entonces cobró
ánimo y dijo el eximio vate: «No está el dios quejoso con motivo de algún voto
ó hecatombe, sino á causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, á
quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó
males y todavía nos causará otros. Y no librará á los dánaos de la odiosa
peste, hasta que sea restituída á su padre, sin premio ni rescate, la moza de
ojos vivos, é inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos
aplacado, renacerá nuestra esperanza.»
101 Dichas estas
palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida,
afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al
relumbrante fuego; y encarando á Calcas la torva vista, exclamó:
106 «¡Adivino de
males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar
desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante
los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades, porque no quise admitir
el espléndido rescate de la joven Criseida, á quien deseaba tener en mi casa.
La prefiero, ciertamente, á Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es
inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza.
Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que
el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra
recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo
cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había
correspondido.»
121 Replicóle el
divino Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso
de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que
existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades
están repartidas, y no es conveniente obligar á los hombres á que nuevamente
las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el
triple ó el cuádruple, si Júpiter nos permite tomar la bien murada ciudad de
Troya.»
130 Díjole en
respuesta el rey Agamenón: «Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes
tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para
conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que
la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme á mi deseo
para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la
tuya ó de la de Ayax, ó me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquel á
quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, botemos una
negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos
víctimas para una hecatombe y á la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y
sea capitán cualquiera de los jefes: Ayax, Idomeneo, el divino Ulises ó tú,
Pelida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con
sacrificios.»
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