sábado, 9 de agosto de 2014
miércoles, 6 de agosto de 2014
Las mil y una noches
LAS MIL Y UNA NOCHES.
"Alibabá y los cuarenta ladrones"
“Recuerdo, ¡oh rey
afortunado!, que en tiempos muy lejanos, en los días del pasado, ya ido, y en
una ciudad entre las ciudades de Persia, vivían dos hermanos; uno se llamaba
Kasín y el otro Alí Babá. ¡Exaltado sea aquel ante quien se borran todos los nombres,
sobrenombres y renombres; el que ve las almas al desnudo y las conciencias en
toda su profundidad, el Altísimo, el dueño de todos los destinos! Cuando el
padre de Kasín y de Alí Babá, que era un hombre del común, murió en la
misericordia de su señor, los dos hermanos se repartieron equitativamente lo
poco que les dejo en herencia, tardando poco en consumir tan mezquino caudal y
encontrándose, de la noche a la mañana, con las caras largas y sin pan ni
queso. He aquí lo que suele ocurrirles a los que viven descuidados en la edad
temprana, olvidando los consejos de los sabios. El mayor, que era Kasín,
viéndose en trance de secarse dentro de su pellejo y morir de inanición, se
puso a la búsqueda de una situación lucrativa, y como era avisado y astuto, no
tardó en dar con una casamentera o entremetida, ¡alejado sea el maligna! quien,
le casó con una adolescente que tenía buena mesa y muy buena plata; en todo y
por todo, un excelente partido. ¡Alabado sea el Retribuidor! De esta manera,
además de una apetecible esposa, el joven tuvo una tienda bien abastecida en el
centro del mercado. Tal era su destino, marcado en su frente desde su
nacimiento, y así se cumplió.
En cuanto al segundo, que
era Alí Babá, cómo no era ambicioso, sino más bien modesto, capaz de
contentarse con muy poco, se hizo leñador y llevó una vida de laboriosidad y
pobreza, pero, a pesar de todo, supo vivir con tanta economía, gracias a las
lecciones de la dura experiencia, que ahorró algún dinero, y lo empleó en
comprar un asno, después otro y más tarde un tercero. Todos los días los
llevaba al bosque y los cargaba con los troncos y la leña qué antes traía él
sobre, sus espaldas. Habiendo llegado a ser propietario de tres asnos, Alí Babá
inspiraba tal confianza a las gentes de su oficio, todos pobres leñadores, que
uno de ellos se consideró honrado ofreciéndole su hija en matrimonio. Los asnos
de Alí Babá fueros inscritos en el contrato, ante el kadí y los testigos, como
dote y ajuar de la joven, que, por otra parte, no aportaba a la casa de su
esposo absolutamente nada, puesto que era muy pobre. Mas la pobreza y la
riqueza no son eternas; pues sólo Alah es, el eterno viviente. Alí Babá tuvo de
su esposa dos hijos; bellas como lunas, que glorificaban a su Creador. Él vivía
modesta y honestamente, junto con toda su familia, del producto de la venta de
la leña, y no pedía a su creador más que aquella sencilla y feliz tranquilidad.
Un día en que Alí Babá estaba
en el bosque ocupado en abatir a hachazos un árbol, el destino decidió
modificar el sino del leñador. Primero se oyó un ruido sordo que, aunque
lejano, se aproximaba rápidamente como un galope acelerado y estruendoso. Alí
Babá, hombre pacifico y que detestaba las aventuras y complicaciones, se asustó
al encontrarse solo con sus tres asnos en medio de aquella soledad. Su
prudencia le aconsejó trepar sin tardanza a la copa de un grueso árbol que se
elevaba en la cima de un pequeño montículo que dominaba todo el bosque, y así,
oculto entre sus ramas, pudo observar qué era lo que producía aquel estruendo.
¡Y bien que lo hizo! Pues divisó una tropa de caballeros, armados hasta los
dientes y que, al galope, avanzaba hacia donde él se encontraba. Al ver sus
semblantes sombríos y sus barbas negras, que los hacían semejantes a cuervos de
presa, no dudó que eran bandoleros, salteadores de caminos de la peor especie.
Girando estuvieron al pie del montículo rocoso donde Alí Babá estaba escondidó,
a una señal de su gigantesco jefe echaron pie a tierra, desembridaron sus
caballos y, colgando del cuello de cada uno de los animales un saco de forraje
que llevaban sobre la grupa, los ataron a los árboles. Después cogieron las
alforjas y las cargaron sobre sus propias espaldas, y tan pesadas eran aquéllas,
que los bandidos caminaban encorvados bajo su peso. En buen orden pasaron bajo
Alí Babá, que así pudo fácilmente contarlos y ver que eran cuarenta, ni uno más
ni uno menos.
En este momento de su
narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 852
NOCHE
Ella dijo:
Cargados de esta manera
llegaron, ante una gran roca que había al pie del montículo, y se pararon. El
jefe, que era el que iba a la cabeza, dejando un instante en el suelo su pesada
alforja, se encaró con la roca, y con voz retumbante, dirigiéndose a alguien o
algo que permanecía invisible a todas las miradas, exclamo: “¡Sésamo, ábrete!
Al momento la roca se entreabrió, y entonces el jefe se apartó un poco para
dejar pasar a sus hombres, y cuando hubieron entrado todos, volvió a cargar su
alforja sobre sus espaldas, entrando el último, y exclamando con voz
autoritaria que no admitía réplica: “¡Sésamo, ciérrate!” La roca se empotró en
su sitio tamo si el sortilegio del bandido nunca la hubiese movido por medio de
la fórmula mágica. Al ver todas estas cosas, Alí Babá, maravillado, se dijo:
“¡Con tal que no me descubran usando su ciencia de la brujería, me doy por
contento!”; y se guardo mucho de hacer el menor movimiento, a pesar de la gran
inquietud que sentía por el paradero de sus asnos, que continuaban abandonados
en medio del bosque. Los cuarenta ladrones, despuéss de una prolongada estancia
en la cueva en la que Alí Babá los había visto entrar, dieron señal de su
reaparición al oírse un ruido subterráneo, parecido a un terremoto lejano. La
roca se abrió, dejando salir a los cuarenta hombres, con su jefe a la cabeza, y
llevando las alforjas vacías en la mano. Cada uno de ellos se dirigió a su
caballo, lo embridó, y, después de colocar las alforjas en la grupa, montaron
sobre las sillas; pero antes de partir, el jefe se volvió hacia la entrada de
la caverna, y, en voz alta, pronunció la fórmula: “¡Sésamo, ciérrate!”; y las
dos mitades de la roca se juntaron sin dejar señal alguna de separación; y
con sus semblantes sombríos y sus barbas negras marcharon por el mismo
camino por el que habían venido.
En cuanto a Alí Babá, la
prudencia de que le había dotado Alah hizo que permaneciese algún tiempo en su
escondite, a pesar del deseo que sentía de ir a recuperar sus asnos,
diciéndose: “Estos terribles bandoleros pueden haber olvidado alguna cosa en su
cueva, volver de improviso sobre sus pasos y sorprenderme aquí. En tal
supuesto, Alí Babá vería lo que le cuesta a un pobre diablo como él
interponerse en el camino de Poderosos señores.” Habiendo reflexionado así, el
leñador se contentó con seguir con la mirada a los terribles caballeros hasta
que se perdieron de vista, dejando transcurrir un buen rato después que
hubieron desaparecido, hasta que decidió bajar de su árbol con mil
precauciones, mirando a derecha e izquierda a medida que bajaba de una rama a
otra más baja, en tanto que el bosque se encontraba en completo silencio.
Una vez en el suelo,
avanzó hacia la roca en cuestión, reteniendo la respiración y de puntillas.
Bien hubiese deseado entonces ir por sus asnos y tranquilizarse respecto a su
paradero, pues eran toda su fortuna y el pan de sus hijos; pero una enorme
curiosidad acerca de todo lo que había visto y oído desde lo alto del árbol le
empujaba a acercarse a aquella roca, y, por otra parte, estaba escrito que
había de ir irremediablemente al encuentro de- aquella aventura.
Llegado ante la roca, el leñador la inspeccionó de arriba abajo, y
encontrándola lisa y sin ranura alguna por la que pudiese meter una aguja, se
dijo: “¡Sin embargo, es por aquí por donde han entrado los cuarenta ladrones, y
con mis propios ojos los he visto desaparecen en su interior! ¡Quién sabe por
qué motivo protegen esta caverna con talismanes de esa clase!” Después pensó:
“¡Por Alah! ¡He hecho bien reteniendo la fórmula de apertura y cierre! Si
ensayo un poco las palabras mágicas, podré ver si hacen el mismo efecto
saliendo de mi boca!” Olvidando sus antiguos temores, empujado por la fuerza
del destino, Alí Babá, el leñador, se dirigió a la roca, y dijo: “¡Sésamo,
ábrete!” Y aun cuando pudo ser que las palabras mágicas fuesen pronunciadas con
voz insegura, la roca se separó y se abrió. Alí Babá, muy asustado, hubiese
querido volver la espalda y poner pies en polvorosa, mas la fuerza de su
destino le inmovilizó ante la abertura y le empujó a mirar. En lugar de ver el
interior de una caverna tenebrosa, su asombro creció aún más al ver que ante él
se abría una gran galería que conducía a una sala espaciosa y abovedada,
excavada en la misma roca y que recibía abundante luz por medio de aberturas
practicadas en lo más alto. No habiendo visto nada que fuese aterrador, se
decidió avanzar y penetrar en aquel sitio, pronunciando al mismo tiempo la
fórmula propiciatoria: “¡En el nombre de Alah, el Clemente, el
Misericordioso!”, lo que le acabó de reanimar, por lo que, sin demasiados
temores, se encaminó hacia la sala abovedada, y al llegar a ella notó que
las dos mitades de la roca e unían sin ruido, cerrando la salida por completo,
lo cual no dejó de inquietarle, pues a pesar de todo, la valentía y el coraje
no eran su fuerte; mas pensó que en cualquier caso podría hacer que, gracias a
la fórmula mágica todas las puertas se abriesen ante él; y con
toda tranquilidad se dedicó a observar cuanto se ofrecía a su mirada. A lo
largo de los muros vio pilas de ricas mercaderías, que llegaban hasta la
bóveda, formadas por fardos de seda y brocado, sacos repletos de provisiones de
boca, grandes cofres llenos hasta los bordes de monedas y lingotes de plata y
otros llenos de dinares de oro. Como si todos aquellos cofres no
fuesen suficientes para contener todas las riquezas allí acumuladas, el suelo
estaba hasta tal punto cubierto de vasijas llenas de oro y joyas, que el pie no
sabía dónde posarse; temeroso de estropear algún valioso objeto. El leñador,
que en su vida había visto el brillo del oro, se maravilló de todo lo que veía.
Al contemplar aquellos tesoros y riquezas. . ., el menos valioso de ellas
resultaría digno de adornar el palacio de un rey..., pensó que debían de haber
pasado siglos desde que esa gruta empezó a servir de depósito, al mismo tiempo
que de refugio, a generaciones de bandidos, hijos de bandidos, descendientes de
los bandoleros de Babilonia. Cuando Alí Babá se recuperó en parte de su asombro, se
dijo: “¡Por Alah! Alí, he aquí que tu destino toma un aspecto rosado y te
lleva, junto con tus asnos y haces de leña, en medio de un baño de oro que no
se ha visto desde los tiempos del rey Solimán y de Iskandar, el de los cuernos.
De repente aprendes fórmulas mágicas, te sirves de sus virtudes y te haces
abrir puertas de piedra que dan acceso a cavernas fabulosas. ¡Oh leñador
insigne! Es una gran merced del Generoso que de esta manera te conviertas en
dueño de riquezas acumuladas por generaciones de bandidos. Todo cuanto ha
sucedido ha sido para que de ahora en adelante te pongas a cubierto, junta con
tu familia, de necesidades y privaciones, haciendo que el oro del pillaje se
use para un buen fin.” Habiendo tranquilizado su conciencia con este
razonamiento, Alí Babá, el pobre, cogió varios sacos de provisiones, los vació
de su contenido y los llenó de dinares y otras monedas de oro, sin hacer caso
alguno de la plata y otros objetos de menor precio, y cargándolos uno a uno sobre sus
espaldas, los llevó hasta la entrada de la caverna y dejándolos en el suelo, se
dirigió a la salida, y dijo: “¡Sésamo, ábrete!”; y al instante se abrieron
los dos batientes de la puerta de roca y Alí Babá corrió a buscar sus asnos y
los llevó hasta la entrada de la cueva. Una vez que estuvieron-ante
ella, los cargó con los sacos, que tuvo buen cuidado de ocultar con haces de
leña encima, y cuando acabó su trabajo pronunció la fórmula de cierre, y al
momento las dos mitades de la roca se unieron. El leñador se colocó ante sus
asnos cargados de oro y los animó a echar a andar con voz mesurada, sin
atreverse a abrumarlos con las maldiciones e injurias que acostumbraba
dirigirles de ordinario cuando retardaban el paso. Sin embargo, esta vez no les
aplicó tales calificativos, y sólo porque llevaban sobre sus lomos más oro del
que había en las arcas del sultán.
En este momento de su
narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 853
NOCHE
Ella dijo:
“Y sin aguijonearlos tomó
con ellos el camino de la ciudad, y al llegar ante su casa, como encontrase que
las puertas estaban cerradas, se dijo: “¿Y si ensayase sobre ellas el poder de
la fórmula mágica?”; y en voz alta exclamó: “Sésamo, ábrete!”; al instante las
puertas, se abrieron, y Alí Babá, sin anunciar su llegada, penetró con sus
asnos en el pequeño corral de su casa, y volviéndose hacia la puerta; dijo:
“¡Sésamo, ciérrate!”; y la puerta, girando sin ruido sobre sí misma, se cerró.
Así se convenció Alí Babá de que era poseedor de un secreto incomparable y de
que estaba dotado de un misterioso poder, cuya adquisición no le había costado
mas que un pequeño susto, debido más que nada a los semblantes amenazadoras de
los cuarenta ladrones y al aspecto feroz de su jefe. Cuando la esposa de Alí
Babá vio los asnos en el corral y a su esposo descargándolos, corrió hacia él
batiendo palmas y exclamando: “¡Oh marido! ¿Cómo abres las puertas que yo misma
he atrancado? ¡La protección de Alah para todos nosotros! ¿Qué es lo que traes
en este bendito día en esos sacos tan pesados que jamás he visto en nuestra
casa?” Alí
Babá,
sin contestar a la primera pregunta, respondió: “¡Oh mujer! Estos sacas nos
vienen de Alah, y debes ayudarme a llevarlos a casa en lugar de atormentarme
con preguntas sobre puertas.” La esposa del leñador, dominando su curiosidad,
le ayudó a cargar los sacos sobre sus espaldas y a llevarlos, uño tras otro, al
interior de la casa,. Como ella los palpase y notase que contenían monedas;
pensó que debían ser de cobre. Este descubrimiento, aunque incompleto e
inferior a la realidad, sumió su ánimo en una gran inquietud, y terminó por
creer que su esposo se debía haber asociado con, ladrones o gentes parecidas,
pues, si no, ¿cómo explicar la presencia de aquellos sacos llenos de monedas?
Cuando todos los sacos estuvieron en el interior de la casa, la mujer no pudo
contenerse más y abrió uno de éstos, y al hundir sus manos en él y comprobar el
contenido, exclamó: “¡Oh, que desgracia! ¡Estamos perdidos sin remedio,
nosotros y nuestros hijos!”
Al oír los gritos y
lamentaciones de su esposa, Alí Babá, indignado, exclamó: “¡Maldita! ¿Por qué
aúllas así? ¿Es que quieres atraer sobre nuestras cabezas el castigo de los
ladrones?” Y ella dijo: “¡Oh hijo de mi tío! La desgracia ha entrado en esta casa
junto con esos sacos de monedas, ¡Por mi vida, apresúrate a colocarlos sobre
los lomos de los asnos y a llevártelos lejos de aquí, pues mi corazón no estará
tranquilo mientras se hallen en nuestra casa!” El marido respondió: “¡Alah
confunda a las mujeres desprovistas de juicio! Bien veo, hija de mi tío, que
piensas que estos sacos son robados. Tranquilízate, pues nos vienen del
Generoso, quien ha hecho que los encontrase en el bosque. Por otro lado, voy a
contarte cómo ha sido el hallazgo; pero antes vaciaré los sacos y te enseñaré
el contenido.” Alí Babá cogió un saco y lo vació sobre la estera, y sonoras
carcajadas de oro iluminaron con millones de reflejos la pobre habitación del
leñador; éste, satisfecho al ver a su mujer espantada ante tal espectáculo,
hundiendo sus manos en un montón de oro, le dijo: “¡Oh mujer! íEscúchame
ahora!”; y le contó su aventuraá desde el comienzo, hasta el fin sin omitir
detalle; mas no es de utilidad el repetirla aquí Cuando la esposa hubo oído el
relato del hallazgo, sintió que en su corazón, el espanto dejaba sitio a una
gran alegría, por lo que henchida de satisfacción exclamó: “¡Oh día claro y
luminoso! ¡Alabemos a Alah, que ha hecho entrar en nuestra casa los bienes mal
adquiridas por esos cuarenta ladrones, salteadores de caminos, y que de este
modo vuelve lícito lo que era ilícito! ¡Él es el Generoso donador!”; y al
instante se levantó y comenzó a contar los dinares; mas Alí Babá, riéndose, le
dijo: “¿Qué haces? ¿Cómo puedes pensar en contar todo eso? ¡Levántate en seguida
y ven a ayudarme a cavar una fosa en nuestra cocina, a fin de que este tesoro
quede oculto sin dejar rastro y pase inadvertido aun para el más avisado. Si
así no lo hacemos, atraeremos sobre nosotros la curiosidad de nuestros vecinos
y de los oficiales de policía.”
La mujer, que amaba el
orden y que quería hacerse una idea exacta de la riqueza que había adquirido en
aquel día bendito, respondió: “Ciertamente, no quiero retrasar el momento de
contar este oro, ya que no puedo permitir que lo entierres sin antes haberlo
pesado o medido. Te suplico, ¡oh hijo de mi tío!, que me des tiempo para ir a
buscar una medida y lo mediré en tanto que tú cavas la fosa. Así
podremos saber a conciencia lo que debemos considerar superfluo o necesario para
nuestros hijos.,” Aun cuando al leñador aquella precaución le pareciese poco
menos que inútil, no queriendo contrariar a su mujer en unos momentos tan
dichosos, le dijo: “¡Sea!, pero ve y vuelve rápidamente, y, sobre todo,
¡guárdate mucho de divulgar nuestro secreto o decir la menor palabra!” La
esposa de Alí Babá salió en busca de la medida en cuestión y pensó que lo más
rápido sería ir a pedir una a la esposa de Kasín, el hermano de su marido, cuya
casa no estaba muy lejos. Entró, pues, en la casa de la esposa de Kasín, la
rica y fatua, aquella que nunca se dignaba invitar a comer a su casa al pobre
Alí Babá ni a su mujer, porque no tenía fortuna ni amistades, aquella misma que
nunca había enviado la más pequeña golosina durante las fiestas o aniversarios
a los hijos de Alí Babá, ni comprado para ellos un puñado de guisantes, como
hacen las gentes muy ricas para regalar a los hijos de la gente muy pobre.
Después de ceremoniosos saludos, le pidió una medida de madera por unos
momentos. Cuando la esposa de Kasín oyó la palabra medida se sorprendió mucho,
ya que sabía que Alí Babá y su mujer eran muy pobres y ella no podía comprender
a qué uso destinarían aquel utensilio, del que de ordinario no se sirven más
que los propietarios de grandes provisiones de grano, en tanto que las demás se
.contentan con comprar su grano para el día o la semana en casa del abacero. En
otra circunstancia, sin duda alguna se lo hubiese negado sin importarle el
pretexto, mas esta vez sentía demasiado picada su curiosidad para dejar escapar
la ocasión de satisfacerla; y por esto le dijo: “¡Que Alah aumente sus favores
sobre vosotros, oh madre de Ahmad! ¿La medida la quieres grande o pequeña?” La
esposa del leñador respondió: “La más grande que tengas, ¡oh mi dueña!” La
esposa de Kasín fue a buscar ella misma la medida en cuestión: No hay
duda de que aquella mujer era descendiente de veinte truhanes, ¡que Alah niegue
sus favores a los de esta especie y confunda a todos sus descendientes!,
porque, queriendo saber a toda costa qué clase de grano era el que su parienta
quería medir, se valió de una superchería.
En efecto, corrió a coger
la medida, y diestramente dio una capa de sebo al fondo y las paredes de
ésta; después, volviendo al lado de su parienta, se excusó por haber la hecho
esperar y se la entregó. La mujer de Alí Babá le dio las gracias y se apresuró a
regresar a su casa. Una vez en ella, puso la medida sobre el montón de oro, y
después de llenarla la vació un poco más lejos, repitiendo esta operación
muchas veces y marcando cada una de ella sobre el muro con un trozo de carbón,
así tantas rayas como veces la llenaba y vaciaba. Alí Babá, por su parte,
terminó su trabajo de cavar la fosa en la cocina y regresó junto a su esposa,
quien le mostró jubilosamente las numerosas rayas de carbón, y le encomendó el
trabajo de enterrar todo el oro mientras ella iba con toda diligencia a
devolver la medida a la impaciente esposa de Kasín; mas la infeliz no sabía que
un dinar de oro estaba pegado en el fondo de la medida, gracias a la artimaña
de aquella pérfida. Devolvió, pues, la medida a su parienta, y, dándole las
gracias, le dijo: “Deseo devolvértela rápidamente, ¡oh mi dueña!, para no
abusar de tu bondad.
En cuanto la esposa de
Kasín vio que su parienta se marchó, se apresuró a mirar el fondo de la medida;
su sorpresa fue muy grande al ver una pieza de oro pegada al sebo en lugar de
algún grano de haba o avena. Su rostro se puso amarillo y sus ojos sombríos
como la noche, y, comida de celos y devorada por la envidia, exclamó: “¡Así sea
destruida su casa! ¿Desde cuándo esos miserables pueden medir el oro por
celemines?” Se sentía tan furiosa que, no pudiendo dominar su impaciencia por
ver a su esposo, envió rápidamente a una esclava a buscarlo a la tienda. Cuando
el sorprendido Kasín entró en la casa, la mujer le recibió con exclamaciones
furibundas. Sin dejarle tiempo a que se recobrase de la sorpresa, le puso el
dinar ante las narices, y le gritó: “¿Lo ves? ¡Pues no es más que lo que les
sobre a esos miserables! ¡Tú te crees rico y todos los días te felicitas por
tener una tienda y clientes, mientras que tu hermano no tiene más que tres
asnos por toda fortuna! ¡Desengáñate, oh jeique! Alí Babá, ese leñador, ese don
nadie, no se contenta con contar su oro, como tú, pues él lo mide! ¡Por Alah
que lo mide como si fuese grano!” Y en medio de un torrente de palabras, gritos
y vociferaciones, le puso al corriente del asunto, y le explicó la estratagema
de la que se había valido para hacer el asombroso descubrimiento de la riqueza
de Alí Babá, y añadió: “¡Pero esto no es todo, oh jeique! ¡Ahora tú debes
averiguar cuál es el origen de la fortuna de tu miserable hermano, ese maldito
hipócrita que simula ser pobre y mide el oro por celemines!” Al oír estas
palabras de su esposa, Kasín no dudó de la realidad de la fortuna de su
hermano, y, lejos de alegrarse al saber que el hijo de sus padres estaría desde
entonces al abrigo de toda necesidad, sintió que la envidia se enseñoreaba de
su ánimo:
En este momento de su
narración, Schahrazada vio aparecer la mañana y discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 854
NOCHE
Ella dijo:
“...y levantándose, al
momento corrió a casa de su hermano para ver por sus propios ojos lo que había,
y encontró a Alí Babá todavía con el pico en la mano, terminando de enterrar su
tesoro, y abordándole, sin siquiera llamarle por su nombre y sin tratarle de
hermano, pues había olvidado el parentesco mucho antes de conocer la noticia de
su fortuna, le dijo: “¡Es así, oh padre de los asnos, como recelas y te ocultas
de nosotros! ¡Sí! ¡Continúas aparentando pobreza y miseria ante las gentes, para
después en tu vivienda piojosa medir el oro como el mercader de granos sus
mercancías!” Alí Babá se turbó mucho al oír estas palabras, pero no porque
fuese avaro o interesado, sino porque le constaba la malicia de su hermano y de
la esposa de éste, y respondió: “¡Por Alah! No sé a qué te refieres. Apresúrate
a explicarte y seré franco contigo, a pesar de que hace muchos años que has
olvidado el lazo de sangre que nos une y desvías la mirada cada vez que te
encuentras conmigo o con mis hijos.” Entonces, el autoritario Kasín dijo: “No
se trata de eso, Alí Babá, sino de que me saques de la ignorancia, pues no sé
por qué has de tener interés en ocultármelo”; y le mostró el dinar de oro
todavía manchado de sebo, y mirando a su hermano de reojo le dijo: “¿Cuántas
medidas de dinares semejantes a éste tienes en tu granero, bribón? ¿Y cómo has
reunido tanto oro, vergüenza de nuestra casa?”-. Después en pocas palabras, le
contó cómo su esposa había embadurnado de sebo el fondo de la medida que le había
prestado y cómo aquella pieza de oro se había pegado. Cuando Alí Babá hubo
escuchado las explicaciones de su hermano comprendió que lo sucedido ya no se
podía remediar, por lo que sin hacer el menor gesto de asombro dijo: “¡Alah es
generoso, hermano mío, ya que Él nos envía sus dones! ¡Que Él sea exaltado!”; y
le contó con toda clase de detalles su historia del bosque, excepto lo
referente a la fórmula mágica, y añadió ¡Hermano mío! Nosotros somos hijos del
mismo padre y de la misma madre, y por eso todo lo mío es tuyo; yo deseo, si tú
te dignas aceptarlo, ofrecerte la mitad del oro que he cogido de la caverna. El
pícaro Kasín, que era tan avaro como malvado, respondió: “Ciertamente es así
como tú lo entiendes; pero yo quiero saber cómo podría entrar en la caverna, y,
sobre todo, no me engañes, pues en tal caso iría a denunciarte a la justicia
como cómplice de los ladrones.” El buen Alí Babá, pensando en el destino de su
mujer e hijos en el caso de que fuese denunciado le reveló las tres palabras de
la fórmula mágica, impulsada más por su naturaleza amable que por las amenazas
de un hermano tan bárbaro.
Kasín, sin dirigirle una
palabra de agradecimiento, le dejó bruscamente, resuelto a ir él solo a
apoderarse de todo el tesoro de la, cueva. A la mañana siguiente, antes que
amaneciese, partió hacia el bosque llevando con él diez mulas cargadas con
grandes cofres que se proponía llenar con el producto de su primera expedición;
por otro lado se decía que una vez hubiese dado buena cuenta de las provisiones
y riquezas sacadas de la gruta en el primer viaje, se reservaría el
derecho de hacer una segunda expedición con mayor número de mulas, e incluso,
si así lo decidía, con una caravana de camellos. Siguió al pie de la letra las
indicaciones de Alí Babá, quien en su bondad había llegado incluso a
ofrecérsele como guía; pero había desistido de su ofrecimiento al ver la
sospecha reflejada en la sombría mirada de Kasín. Pronto llegó ante la roca,
que reconoció por su aspecto enteramente liso, y por un árbol que le daba sombra, y
alargando los brazos hacia ella dijo: ¡Sésamo, ábrete!” Súbitamente la roca se
hendió por la mitad y Kasín, que había dejado sus mulas atadas a los árboles,
penetró en la caverna, cuya entrada se cerró tras él gracias a la fórmula
mágica. Su asombro no tuvo límites a la vista de tantas riquezas acumuladas, y
al contemplar aquel oro amontonado y aquellas joyas guardadas en vasijas. Un
gran deseo, cada vez más intenso, de ser el dueño de aquel tesoro, se apoderó
de el, si bien se dio cuenta de que para transportar todo aquello no sería
suficiente, no ya sólo una caravana de camellos, sino aún todos los camellos
que viajan desde los confines de la Chía hasta las fronteras del Irán. Se
dijo que para la próxima vez tomaría todas las medidas necesarias para
organizar una verdadera expedición, contentándose esta vez con llenar de oro
amonedado tantos sacos como pudiese llevar sobre las diez mulas. Una vez aue
acabó aquel trabajo, regresó a la galería, y dijo: “¡Cebada, ábrete!” Kasín,
cuyo ánimo estaba embargado por completo por el descubrimiento de aquel tesoro,
había olvidado las palabras que debía decir, lo que originó su pérdida sin
remedio. Volvió a repetir varias veces: “Cebada ábrete!”; mas la puerta
permanecía cerrada. Entonces dijo: “¡Haba, ábrete!”, pero la puerta no se
abrió, por lo que dijo: “¡Avena, ábrete!”; mas esta vez tampoco se abrió
hendidura alguna. Kasín comenzó a perder la paciencia; y gritó: “¡Centeno,
ábrete!” “¡Mijo, ábrete!” “¡Alforfón, ábrete!”, “¡Trigo, ábrete!” “¡Arroz,
ábrete!” Mas la puerta de granito permaneció cerrada. Kasín se asustó mucho al
verse encerrado a causa de haber olvidado las palabras mágicas; pero a pesar de
ello continuó pronunciando ante la roca inamovible todos los nombres de
cereales y los de las diferentes variedades de granos que la mano del Sembrador
lanzó sobre la superficie de los campos en el principio del mundo; pero la roca
continuó inmóvil, ya que el indigno hermano de Alí Babá olvidó un grano, el
misterioso sésamo, que precisamente era el único que estaba dotado de poderes
mágicos. Así es como más pronto o más tarde el destino nubla por orden del
Todopoderoso la memoria de los truhanes, les quita lucidez y ciega su vista, y hablando
de pícaros: “¡Que Alah les retire el don de la lucidez y deje que tanteen en
las tinieblas, y que entonces, ciegos, sordos y mudos, no puedan volver sobre
sus pasos!” Por otro lado, el profeta, que Alah le tenga en su gracia, ha
dicho: “¡Sean cerrados sus oídos con el sello de Alah y sus ojos tapados con un
velo, pues les está reservado un suplicio espantoso!”
Cuando el pícaro Kasín,
que no esperaba este desastroso desenlace, se convenció de que no recordaba la
fórmula mágica, para tratar de rememorarla comenzó a estrujar su cerebro
inútilmente, pues el nombre mágica se había borrado para siempre de su memoria.
Presa de pánico, dejó los sacos llenos de oro y recorrió la caverna en todas
direcciones en busca de alguna hendidura, pero sólo encontró paredes
graníticas, desesperadamente lisas. Igual que una bestia feroz, se mordía los
puños con rabia y escupía babá sanguinolenta; mas no fue éste todo su castigo;
todavía le quedaba la agonía de la muerte que no se hizo esperar.
En este momento de su
narración, Sehahrazada vio que aparecía el alba y discretamente como siempre,
calló:
PERO CUANDO LLEGÓ LA 855
NOCHE
Ella dijo:
“En efecto, los cuarenta
ladrones regresaron al mediodía a su cueva, según su diaria costumbre, y vieron
que diez mulas cargadas con grandes cofres estaban atadas a los árboles; a una
señal de su jefe lanzaron sus caballos al galope hacia la entrada de la
caverna, y, echando pie a tierra, comenzaron a buscar en las inmediaciones de
la roca al hombre al que pudiesen pertenecerlas diez mulas; mas como sus pesquisas no
diesen resultado, el jefe se decidió a entrar en la cueva, y, levantando su
sable ante la puerta invisible, pronunció la fórmula mágica, y al momento la
roca se dividió en dos mitades, que giraron en sentido inverso. El encerrado
Kasín no dudó de su irremediable pérdida al oír los caballos y las
exclamaciones sorprendidas y coléricas de los bandidos; pero como amaba su
vida, quiso salvarla, y se escondió en un rincón, pronto a lanzarse hacia
afuera a la primera oportunidad. Cuando oyó pronunciar la palabra. “sésamo”,
maldijo su corta memoria, y, apenas vio que la puerta se entreabría, se lanzó
hacia fuera como un carnero, con la cabeza baja, tan violentamente y con tan
poca prudencia, que chocó contra el jefe de los cuarenta ladrones, derribándolo
cuan largo era; pero los demás bandidos se abalanzaron contra Kasín, y, con sus
sables le atravesaron de parte a parte, y en un abrir y cerrar de ojos fue
descuartizado y separados de su tronco la cabeza y los brazos y las piernas;
éste fue su destino.
Los bandidos, después de
limpiar sus sables, entraron en la caverna, y viendo alineados ante la salida
los sacos que había llenado Kasm se apresuraron a vaciar su contenido allí
donde había estado antes, pero no se dieron cuenta de lo que faltaba, del oro que se había
llevado Alí Babá. A continuación se reunieron en- círculo para celebrar
consejo, y deliberaron largamente; pero en la ignorancia de haber sido
despojados por Áli Babá, no pudieron comprender cómo había podido introducirse
nadie en su refugio, por lo que decidieron' no seguir ocupándose de ello por
más tiempo, y después de haber descargado sus nuevas adquisiciones y descansado
un rato prefirieran salir de la cueva y montar a caballo para ir a asaltar las
rutas de las caravanas, pues eran hombres activos que despreciaban las largas
reflexiones y las palabras; pero ya volveremos a encontrarlos cuándo llegue el
momento.
La esposa de Kasín,
aquella maldita mujer, fue la causa de la muerte de su marido, quien, por otra
parte, merecía su fin. La perfidia de esta mujer fue la que inventó el ardid
del sebo, que fue el punto de partida de todos los acontecimientos. Y no
dudando del éxito de la expedición de su marido, había preparado una comida
especial para celebrarlo; mas cuando vio que la noche llegaba y no se veía a
Kasín ni sombra de él, se alarmó mucho, no porque le amase con exceso, sino
porque le era necesario; entonces ella se decidió a ir a buscar a Alí Babá a su
casa; y aquella maldita, que nunca se había rebajado a franquear el umbral de
su puerta, con rostro preocupado, dijo al leñador: “¡Oh, hermano de mi esposo! Los
hermanos se deben a los hermanos y los amigos a los amigos. Vengó a pedirte que
me tranquilices respecto al paradero de tu hermano, que, como tú sabes, ha ido
al bosque y todavía no ha vuelto, a pesar de lo avanzado de la noche. ¡Por
Alah, oh rostro bendito! ¡Ve a ver qué es lo que ha sucedido en el bosque!” Alí
Babá, que, a las claras se veía, estaba dotado de un espíritu compasivo,
compartió la alarma de la esposa de Kasín, y dijo: “¡Que Alah aleje a los
malhechores de la cabeza de tu esposo, hermana mía! ¡Ah! ¡Si Kasín hubiese
querido escuchar mi consejo me hubiese llevado con él como guía! Mas no te
inquietes por su retraso, porque, sin duda, lo habrá hecho a propósito, para no
llamar la atención de los viandantes al entrar en la ciudad a altas horas de la
noche.” Aunqueé esto fuese verosímil, la realidad era que Kasín se había
convertido en seis trozos de Kasín: dos brazos, dos piernas, un tronco y
una cabeza, que los ladrones habían colocado en el interior de la galería, tras
la puerta de roca a fin de que su sola presencia espantase a cualquiera que
tuviese la audacia de franquear aquel umbral. Alí Babá tranquilizó como pudo a
la mujer de su hermano y le hizo notar que cualquier pesquisa sería inútil en
aquella noche sombría, por lo que la invitó cordialmente a pasar la noche en su
compañía. La esposa de Alí Babá la hizo acostar en su propio lecho; no sin
antes haberle asegurado Alí Babá que con la aurora saldría para el bosque.
En efecto, con las
primeras luces de la mañana, el bondadoso leñador abandonó su casa seguido de
sus tres asnos después de recomendar a su esposa que cuidase de la esposa de su
hermano Kasín. Al aproximarse a la roca y no ver a los mulos, Alí Babá pensó
que algo grave debía haber pasado; su inquietud aumentó al ver el suelo
manchado de sangre, y, con voz temblorosa por la emoción, pronunció las
palabras mágicas y entró en la caverna. El espectáculo de los miembros
descuartizados de Kasín le hizo caer, tembloroso, de rodillas, mas
sobreponiéndose a su emoción se aprestó a cumplir sus últimos deberes para con
su hermano que, despuéss de todo, era musulmán e hijo de sus mismos padres.
Así, pues, cogió de la caverna dos grandes sacos, metió en ellos el cuerpo
descuartizado de su hermano, y, poniéndolos sobre uno de sus asnos, los
recubrió cuidadosamente con ramaje. Luego, ya que estaba allí, pensó que
debería aprovechar la ocasión para coger algunos sacos de oro, evitando así que
dos de sus asnos regresaran de vacío. Una vez realizado este trabajo, cubiertos
todos los sacos con ramaje como la primera vez, y después de ordenar a la
puerta que se cerrase, tomó el camino de la ciudad, deplorando en su interior
el triste fin de su hermano.
Después que llegó al
patio de su casa, llamó a su esclava Morgana para que le ayudase a descargar
los sacos. Aquella esclava era una joven a la que Alí Babá y su esposa habían
recogido de pequeña y criado con los mismos cuidados y solicitud que hubieran
podido tener para con ella sus mismos padres. La joven había crecido ayudando a
su madre adoptiva en el, cuidado de la casa y haciendo el trabajo de diez personas.
Era agradable, dócil, educada, y fecunda en invenciones para resolver las
cuestiones más arduas y llevar a buen término las cosas más difíciles. Al
presentarse ante su padre adoptivo, la joven le besó la mano, dándole la
bienvenida como tenía por costumbre cada vez que él regresaba a casa; entonces,
Alí Babá, le dijo: “¡Oh Morgana, hija mía! Hoy es el día en el que tu
discreción y valía se van a poner a prueba”; y le contó el fin desgraciado de
su hermano, añadiendo: “Su cuerpo está ahí, sobre el tercer asno. Mientras que
voy a anunciar la noticia a su pobre viuda, es preciso que encuentres algún
medio para hacerle enterrar como si hubiese fallecido de muerte natural, sin
que nadie pueda sospechar la verdad.” La joven, respondió: “Te escucho y
obedezco”
El leñador, entonces, fue
a dar a noticia de la muerte de Kassín a la esposa de éste, quien comenzó a dar
alaridos, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidas, pero Alí Babá,
con tacto, supo calmarla, consiguiendo evitar que los gritos y lamentaciones
llegaran a llamar la atención de los vecinos, provocando la alarma en todo el
barrio; y, despuéss, añadió: “Alah es generoso y me ha dado grandes riquezas.
Si en medio de esta desgracia sin remedio que se abate sobre ti, hay alguna
cosa capaz de consolarte, yo te ofrezco los bienes que Alah me ha dado y que son
tuyos, pues de ahora en adelante vivirás en mi casa en calidad de segunda
esposa, encontrarás en la madre de mis hijos una hermana atenta y cariñosa, y
todos viviremos tranquilos y felices recordando las virtudes del difunto.”
El leñador se calló
esperando una respuesta, y, en un momento, Alí Babá hizo mella en el corazón de
aquella mujer, despojándola de sus malquerencias. ¡Loado sea Alah
Todopoderoso! Ella comprendió la bondad de Alí Babá y la generosidad de su
ofrecimiento y consistió en ser su segunda esposa, y por su matrimonio con aquel
hombre bueno, llegó a ser realmente una mujer de bien. De este modo consiguió
Alí Babá evitar los gritos y la divulgación del secreto de la muerte de su
hermano, y dejando a su nueva esposa bajo los cuidados de su antigua, fue en
busca de la joven Morgana, quien no había perdido el tiempo, pues
había combinado todo un plan para salvar aquella difícil situación.
En efecto, había ido a la
tienda del mercader de drogas, y le había comprado una especie de trinca que
curaba las heridas mortales. El mercader le había servido la medicina no sin
antes preguntarle quién estaba enfermo en la casa de su amo. Morgana,
suspirando, le había respondido: “¡Oh calamidad! El mal tiñe de rojo la cara
del hermano de mi amo, que ha sido llevado a nuestra casa para así estar mejor
atendido, pero nadie conoce su enfermedad-, Está inmóvil, ciego y sordo, con
rostro de color de azafrán. ¡Oh, jeque, que esta trinca le saque de su mal
estado!”
En este momento de su
narración, Schahrazada vio que aparecía el alba, y discretamente como siempre,
se calló.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 856
NOCHE
Schahrazada dijo:
“Y había llevado a la
casa la trinca en cuestión, de la que Kasín no podría servirse, y allí había
esperado el regreso de su amo. En pocas palabras, ella le puso al corriente de
lo que pensaba hacer, plan que el leñador aprobó manifestando al mismo tiempo
la admiración que sentía por su ingenio.
A la mañana siguiente, la
diligente Morgana fue a ver al mismo vendedor de drogas y, con rostro lleno de
lágrimas y con muchos suspiros, le pidió una droga que de ordinario sólo se da
a los enfermos moribundos, añadiendo: “Si este remedio no le cura, se ha
perdido toda esperanza”; y al mismo tiempo tuvo cuidado de informar a
todos las vecinos del barrio de la supuesta gravedad de Kasín, el hermano de Alí
Babá. Al día
siguiente por la mañana, cuando las gentes del barrio se despertaron, al oír
gritos y lamentaciones, no dudaron de que eran proferidos par la esposa de
Kasín, por la esposa del hermano de Kasín; por la joven Morgana y por todos los
parientes, para así anunciar la muerte de Kasín.
Durante este tiempo,
Morgana continuó realizando su plan diciéndose: “Hija mía, no todo consiste en
hacer pasar una muerte violenta por una muerte natural, ya que además hay un
gran peligro: dejar que las gentes se den cuenta de que el difunto está cortado
en seis trozos” Sin tardanza, corrió a casa de a un viejo zapatero remendón del
barrio, que no lo conocía y, saludándole, le puso en la mano un dinar de oro y le dijo.: “¡Oh jeique
Mustafá, tu trabajo me es necesario!” El viejo remendón que era hombre de
naturaleza alegre, respondió: “¡Oh día luminoso, bendito por tu venida, oh
rostro de luna! ¡Habla oh mi dueña, y te responderé con la obediencia!” Morgana le
dijo: “¡Oh, mi tío Mustafá! ¡Levántate y ven conmigo, pero antes coge lo
necesario para coser cuero!” Cuando él hizo lo que ella le pedía, tomó un
pañuelo y vendándole los ojos, le dijo: “¡Es condición imprescindible! ¡Sin
esto no hacemos nada!”; pera el zapatero gritó: “¡Oh joven ¿quieres que por un
dinar reniegue de la fe de mis padres o cometa algún robo o crimen extraordinario?” La
joven le contestó: “¡Alejado sea el maligno, oh jeique! ¡Tranquiliza tu
conciencia! No es nada de lo que imaginas, pues solo se trata de hacer una
costura.” Mientras hablaba le puso en la mano una segunda pieza de oro que convenció
al remendón.
Morgana le cogió de la
mano, con los ojos ya vendados, y le llevó a la casa de Alí Babá y allí le
quitó el pañuelo y mostrándole el cuerpo del difunto, cuyos miembros ella misma
había reunido, le dijo:' “Te he traído aquí de la mano a fin de que cosas los
seis trozos que ves”; y como el jeique retrocediese espantado, la animosa
Morgana le puso una nueva moneda de oro en la mano y le prometió otra
más si hacía el trabajo rápidamente, lo que decidió al zapatero a ponerse a
trabajar. Cuando concluyó la costura, Margana le volvió a vendar los ojos y
después de darle la recompensa prometida, le dejó, apresurándose a regresar a
su casa, volviendo la vista de vez en cuando para ver si era observada por el
zapatero.
Una vez que llegó, tomó
el cuerpo reconstruido de Kasín, lo perfumó con incienso y lo amortajó ayudada
por Alí Babá. Y para evitar que los hombres que trajeran las parihuelas
sospechasen nada, ella misma fue por ellas pagando generosamente. Después,
siempre ayudada por Alí Babá, puso el cuerpo en la caja mortuoria y la recubrió
con telas adecuadas. Mientras tanto, llegaran el imán y demás dignatarias de la
mezquita, y cuatro vecinos cargaron las parihuelas sobre sus hombros; el imán
se puso a la cabeza del cortejo seguido por los lectores del Corán.
Morgana, iba tras los
portadores llorosa y gimiente, golpeándose el pecho y mesándose los cabellos,
en tanto que Alí Babá cerraba, la marcha, acompañado de algunos vecinos. Así
llegaron al cementerio mientras que en la casa de Alí Babá las mujeres dejaban
oír sus lamentaciones y gritos de dolor.
La verdad de aquella
muerte quedó al abrigo de toda indiscreción, sin que persona alguna sospechase
lo más leve de la funesta aventura.
Por lo que respecta a los
cuarenta ladrones, durante un mes se abstuvieron de volver a su refugio por
temor a la
putrefacción
de los abandonados restos de Kasín, pero una vez que regresaron, su asombro no
tuvo límites al no encontrar los despojos de Kasín, ni señal alguna de putrefacción.
Esta vez reflexionaron seriamente acerca de la situación, y finalmente, el jefe
de los cuarenta, dijo: “Sin duda hemos sido descubiertos y se conoce nuestro
secretos si no lo remediamos prontamente, todas las riquezas que nosotros y
nuestros antecesores hemos acumulado con tantos trabajos y peligros, nos serán
arrebatadas por el cómplice del ladrón que hemos castigado. Es preciso que sin
pérdida de tiempo matemos al otro, para lo que hay un solo medio, y es, que
alguien que sea a la vez el más astuto y audaz, vaya a la ciudad disfrazado de
derviche extranjero, y, usando de toda su habilidad, descubra quién es aquel al que nosotros
hemos descuartizado y en qué casa habitaba. Todas estas pesquisas deben ser
hechas con gran prudencia, ya que una palabra de más podría comprometer el
asunto y perdemos a todos sin remedio, Estimo que aquel que asuma este trabajo
debe comprometerse a sufrir la pena de muerte si da pruebas de ineptitud en el cumplimiento de
su misión.” Al momento, uno de los ladrones, exclamó: “Me ofrezco para la empresa y
acepto las condiciones.” El jefe y sus camaradas le felicitaron colmándole de
elogios y, disfrazado de derviche extranjero, partió rápidamente.
El bandido entró en la
ciudad y vio que todas las casas y tiendas estaban todavía cerradas a causa de
lo temprano de la hora; únicamente la tienda del jeique Mustafá, el remendón,
estaba abierta, y el zapatero, con la lezna en la mano, se disponía a arreglar una babucha de
cuero de color de azafrán; al levantar la mirada y ver al derviche, se apresuró
a saludarle. Éste le devolvió el saludo y se admiró de que a su edad tuviese
tan buena vista y manos tan expertas. El anciano, muy halagado y satisfecho,
respondió: “¡Oh derviche! ¡Por Alah, que todavía puedo enhebrar la aguja al
primer intento y puedo coser los seis trozos de un muerto en el fondo de un
sótano poco iluminado!” El ladrón-derviche, al oír estas palabras, se alegró
mucho y bendijo su destino que le conducía por el camino más corto hacia el
logro de su misión, y aprovechando la ocasión, simuló asombro y exclamó: “¡Oh faz
de bendición! ¿Seis trozos de un hombre? ¿Qué es lo que quieres decir? ¿Es que
en este país tenéis la costumbre de cortar a los muertos en seis pedazos y coserlos después?”
El jeique Mustafá se echó
o reír y respondió: “¡No, por Alah! Aquí no se acostumbra hacer eso, pero yo sé
lo que me digo y tengo muchas razones para decirlo, mas por otra parte, mi
lengua es corta y esta mañana no me obedece.” El derviche-ladrón comenzó a
reír, no tanto por el aire con que el remendón pronunciaba sus frases, como por
atraerse su favor, y haciendo ademán de estrechar su mano, le dio una pieza de
oro, diciendo: “¡Oh padre de la elocuencia! ¡Oh tío! ¡Que Alah me guarde de
meterme donde no debo, pero si en mi calidad de extranjero puedo dirigirte una
súplica, ésta será que me hagas la gracia de decirme donde se levanta la casa en cuyo
sótano cosiste los restos del muerto!” .
Ei viejo remendón;
respondió: “¡Oh jefe de los derviches! No podré indicártela, ya que yo mismo no
la conozco.
Sólo sé que, con los ojos vendados, fui conducido a ella por una joven
embrujadora que hace las cosas con una celeridad pasmosa. Sin embargo, si me
vendasen los ojos de nuevo, podría encontrar la casa guiándome por las cosa que
palpé con mis manos durante el camino; porque debes saber, sabio derviche, que
el hombre ve con sus dedos como con sus ojos, sobre todo si su piel no es
tan dura como la de los cocodrilos. Por mi parte, tengo entre los clientes,
cuyos honorables pies calzo, muchos ciegos clarividentes, gracias al ojo que
tienen en cada dedo, pues no todos han de ser como el malvado barbero que todos
los viernes me rapa la cabeza despellejándome atrozmente, ¡que Alah le
maldiga!”
En este momento de su
narración, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 857
NOCHE
Dijo Schahrazada:
“El derviche-ladrón,
exclamó: “¡Benditos sean los pechos que te han alimentado y ojalá puedas
enhebrar la aguja durante mucho tiempo y calzar, pies honorables, oh jeique de
buen augurio! ¡No deseo nada, más que seguir tus indicaciones, a fin de que me
ayudes a encontrar la casa en la que suceden cosas tan prodigiosas!”
El jeique Mustafá se
levantó y el derviche le vendó los ojos, le llevó a la calle de la mano y marcho
a su lado hasta la misma casa de Alí Babá, ante la cual, Mustafá, le dijo:
“Ciertamente es ésta; reconozco la casa por el olor que exhala a estiércol de
asno y por este pedruzco que ya he pisado en otra ocasión.” El ladrón, muy
contento, se apresuró a hacer una señal en la puerta de la casa con un trozo de
tiza, antes de quitarle la venda al remendón. Después; mirando con
agradecimiento a su compañero, le gratificó con otra pieza de oro y le prometió
que le compraría las babuchas que necesitase hasta el fin de sus días; acto
seguido, se apresuró a tomar el camino del bosque para ir a anunciar a su jefe
el descubrimiento que había hecho, pero como ya se verá, el ladrón no sabía que
corría derecho a ver saltar su cabeza sobre sus hombros.
En efecto, la diligente
Morgana salió para ir a comprar provisiones y a su regreso del mercado notó que
sobre la puerta había una marca blanca; y examinándola con atención, pensó:
“Esta marca no se ha hecho ella sola y la mano que la ha hecho no puede ser sino
una mano enemiga, por lo que es precisa, conjurar el maleficio”; y, corriendo a
buscar un trozo de yeso, hizo una señal exactamente igual en las puertas de
todas las casas de la calle; a derecha e izquierda. Cada vez que hacía una
marca, dirigiéndose al autor de la primera señal, mentalmente, decía; “¡Los
cinco dedos de mi mano derecha en tu ojo izquierdo, y los de mi mano izquierda
en tu ojo derecho!”; porque sabía que no hay fórmula más poderosa
para conjurar las fuerzas invisibles, evitar los maleficios, y hacer caer sobre
la cabeza del maldiciente las calamidades, ya sufridas o inminentes.
Cuando los malhechores,
aleccionados por su compañero, entraron de dos en dos en la ciudad y se
dirigieron a la casa señalada, se asombraron mucho al ver que todas las puertas
ele las casas de aquella calle tenían la misma señal. A una orden de su jefe
regresaron a su cueva del bosque y una vez que estuvieron todos reunidos de
nuevo, arrastraron hasta el centro del circulo que formaban al ladrón que tan
mal había tomado sus precauciones y le condenaron a muerte; a continuación y a
una señal del jefe, le cortaron la cabeza. Pero como la necesidad de encontrar
al autor de todo aquel asunto era más urgente que nunca, un segundo ladrón se
ofreció a ir a investigar; el jefe escuchó la oferta con agrado y el ladrón
partió de inmediato para la ciudad, donde se puso en contacto con el jeique
Mustafá y se hizo conducir hasta la casa en la que se presumía
fueron cosidos los seis trozos, e hizo en uno de los ángulos de la puerta una
señal roja y regresó al bosque
Cuando los ladrones,
guiados por su compañero; llegaron a la calle de Ali Babá, encontraron que
todas las puertas estaban marcadas con una señal roja, exactamente en el mismo
sitio, ya que la sutil Morgana, al igual que la primera vez, había tomado sus
precauciones.
A su retorno a la
caverna, la cabeza del segundo ladrón-guía, siguió la misma suerte que la de su
predecesor, pero aquello no contribuyó a arreglar el asunto y sólo sirvió para
disminuir la tropa en dos hombres, los más valerosos. El jefe reflexionó un
buen rato acerca de la situación y dijo: “No encargaré este asunto a nadie más
que a mí mismo”; y partió solo para la ciudad. Una vez en ella, no hizo como los
demás, pues cuando Mustafá le hubo indicado la casa de Alí Babá no perdió el
tiempo marcando la puerta con yeso, sino que observó atentamente su exterior
para fijarlo en su memoria, ya que desde fuera aquella casa ofrecía el mismo
aspecto que todas las demás; cuando terminó su examen, regresó al bosque y
reuniendo, a los treinta y siete ladrones supervivientes les dijo: “El autor
del daño que hemos sufrido está descubierto, puesto que conozco su casa. ¡Por
Alah, que su castigo será terrible! Por vuestra parte, daos prisa en traerme
aquí treinta y ocho grandes tinajas de barro, de cuello largo y vientre ancho,
todas vacías, excepto una que llenaréis de aceite de oliva; además, cuidad de
que ninguna esté rajada.”
Los ladrones que estaban
habituados a ejecutar sin rechistar las órdenes de su jefe, marcharon al
mercado para comprar as treinta y ocho tinajas, que una vez compradas, cargaron
de dos en dos en los caballos y regresaron al bosque. Reunidos de nuevo, el
jefe dijo: “¡Despojaos de vuestras ropas y que cada uno se meta en una tinaja
llevando únicamente sus armas, su turbante y sus babuchas.” Sin decir palabra,
los treinta y siete ladrones saltaron de dos en dos sobre los caballos
portadores de tinajas y como cada caballo llevaba un par de aquéllas, una a la
derecha y otra a la izquierda, cada bandido se dejó caer en una. De esta
manera, se encontraron replegados sobre ellos mismos, con las rodillas tocando
las barbillas, igual que están los pollos en el huevo a los veinte días. Se
colocaron llevando en una mano la cimitarra y en otra un hatillo y las babuchas
en el fondo de la tinaja. La única que iba llena de aceite iba de pareja con el
ladrón que hacía el número treinta y siete.
Cuando los ladrones
terminaron de colocarse en las tinajas lo más cómodamente posible, el jefe se
acercó y examinándolas una por una, cerró las bocas de los recipientes con
fibra de palmera, a fin de ocultar el contenido y al mismo tiempo, permitir a
sus hombres respirar libremente. Para que los viandantes no pudiesen abrigar duda
alguna del contenido, tomó aceite de la tinaja que estaba llena y frotó con él
las paredes externas de las demás tinajas. Entonces, el jefe se disfrazó, de
mercader de aceite y conduciendo los caballos portadores de aquella mercancía
improvisada se dirigió hacia la ciudad. Alah le protegió y llegó sin
contratiempo, por la tarde, ante la casa de Alí Babá, y para que todo se
acabase de poner a su favor, Alí Babá en persona estaba a la puerta de su casa,
sentado en el umbral, tomando el fresco antes de la oración de la tarde.
En este momento,
Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 858
NOCHE
Ella dijo:
“El jefe detuvo los
caballos. y después de saludar, a Alí Babá, le dijo: “¡Oh mi dueño! Tu esclavo es mercader
de aceite y no sabe dónde ir a pasar la noche en una ciudad en la que no
conoce a nadie, y espera de tu generosidad que le concedas hospitalidad hasta
mañana, a él y a sus bestias, en el patio, de tu casa.” Al oír esta petición,
el corazón de Alí Babá se ablandó acordándose de los tiempos en que fue pobre y, lejos
de reconocer al jefe de los ladrones, al que había visto y oído en el bosque,
se levantó en su honor y dijo: “¡Oh mercader de aceite! ¡Hermano mío, que mi
morada te sirva de descanso y que en ella puedas encontrar ayuda y familia! ¡Sé
bien venido!”; mientras hablaba le cogió de la mano y junto con los caballos,
le condujo hasta el patio, y llamando a Morgana y a otro esclavo, les ordeno
que ayudasen al huésped de Alah a descargar las vasijas y dar de comer a los animales.
Cuando las vasijas estuvieron colocadas en buen orden en un extremo del patio y
los caballos atados junto al muro y colgando del cuello de cada uno un saco
lleno de avena, Alí Babá, siempre tan afable, tomó a su huésped de la mano y le condujo al interior
de la casa, donde le hizo sentar en el sitio de honor para tomar la comida de
la tarde. Después que hubieron comido, bebido y dado las gracias a Alah por sus
favores; Alí Babá, no queriendo incomodar a su huésped, se retiró diciendo:
“¡Oh mi dueño! ¡Mi casa es tu casa y lo que hay en ella, te pertenece!” Pero el
mercader de aceite le llamó y le dijo: “¡Por Alah, oh mi huésped! Muéstrame el
sitio de tu honorable casa en el que pueda dar descanso a mis intestinos”; Alí
Babá le condujo al lugar indicado, que estaba situado en un ángulo de la casa, cerca
de donde estaban las tinajas, y se apresuró a retirarse a fin de no perturbar
las funciones digestivas del mercader de aceite.
Y, en efecto, el jefe de
los bandidos no dejó de hacer lo que tenía que hacer; cuando terminó se
aproximó a las tinajas, e inclinándose sobre cada una de ellas, dijo en voz
baja: “Cuando oigas que unas piedrecitas golpean tu tinaja, no olvides salir y
acudir junto a mí” y habiendo ordenado a su gente lo que debía hacer, penetró en
la casa. Morgana, que le esperaba a la puerta de la cocina con una lámpara de
aceite en la mano, le condujo a la habitación que le había preparado y se
retiró. El bandido, por estar mejor dispuesto para la ejecución de su proyecto,
se tendió sobre el lecho en el que pensaba dormir hasta la media noche, y no
tardó en roncar estrepitosamente. Y entonces pasó lo que debía pasar.
En efecto, mientras
Morgana estaba en su cocina, fregando los platos y cacerolas, la lámpara falta
de aceite, se apagó. Precisamente la provisión de aceite de la casa se había
acabado y Morgana, que había olvidado proveerse durante el día, se contrarió
mucho y llamó a Abdalá, el nuevo esclavo de Alí Babá, a quien hizo partícipe de
su contrariedad; éste comenzó a reír y dijo: “¡Por Alah, oh Morgana! Hermana
mía, ¿cómo puedes decirme que no tenemos aceite en la casa cuando en este
momento hay en el patio, apoyadas contra el muro, treinta y ocho tinajas llenas
de aceite de oliva y que; a juzgar por el olor, debe ser de excelente calidad? ¡Hermana
mía!, no veo en ti la diligencia, entendimiento y recursos de Morgana;” Después
añadió: “¡Hermana mía, me vuelvo a dormir para poder levantarme con la aurora a
fin de acompañar al baño a nuestro amo Alí Babá!”, y se fue a dormir no lejos
de donde el mercader de aceite resoplaba como un fuelle.
Morgana algo confundida
por las palabras de Abdalá, tomó la vasija del aceite y fue al patio a llenarla
en una de las tinajas. Se aproximó a la primera de ellas, la destapó y metió la
vasija en la abertura, pero el cacharro, en lugar de sumergirse en aceite,
chocó violentamente contra algo resistente; aquella cosa se movió y se oyó una
voz que decía: “¡Por Alah! ¡El guijarro que ha lanzado el jefe debe ser del
tamaño de una roca, por lo menos! ¡Éste es el momento!” y sacando la cabeza, se
aprestó a salir de la tinaja. Morgana al encontrar a un ser viviente en aquella
tinaja en lugar del aceite que esperaba, pensó que había llegado la hora de su
destino, y, muy sorprendida en un principio, no pudo dejar de pensar: ,”¡Soy
muerta y todos los habitantes de la casa “perecerán sin remedio!; pero la
violencia de su emoción le devolvió todo su coraje y en vez de comenzar a
gritar aterrada, se inclinó sobre la boca de la tinaja y dijo: “¡No, mozo, no!
Tu amo duerme todavía. Espera que se despierte.”
Morgana era muy sagaz y
lo había adivinado todo, pero para comprobar la gravedad de la situación quiso
inspeccionar las demás tinajas. Aunque la tentativa no dejaba de ser peligrosa,
se aproximó a cada, una, y, tanteando la cabeza que asomaba tan pronto como la
destapaba, decía: “¡Paciencia y hasta luego!”; de esta manera contó hasta treinta y
siete cabezas barbudas y vio que la tinaja número treinta y ocho era la única
que estaba llena de aceite. Entonces, tomó la vasija y, con calma, fue a
encender su lámpara para poder poner en ejecución el proyecto que su
ingenio le había sugerido para sortear el peligro inminente.
De vuelta al patio,
encendió fuego bajo la caldera que servia para la colada, y,
sirviéndose de la vasija, la llenó de aceite; como el fuego estaba fuerte, el
líquido no tardó en hervir. Entonces, llenó un gran cubo con aquel aceite
hirviendo, aproximándose a una tinaja, la destapó, vertiendo de golpe el
liquido abrasador sobre la cabeza que intentaba salir, y al momento, el bandido
murió abrasado. Morgana, con mano segura, hizo correr la misma suerte a todos
los que estaban encerrados en las tinajas y todos murieron abrasados, pues
ningún hombre, aunque estuviese encerrado en una tinaja de siete paredes podría
escapar al destino atado a su cuello. Una ves que realizó su designio,
Morgana apagó el fuego, y, cubriendo las bocas de las tinajas con la fibra de
palmera, regresó a la cocina, apagó la linterna, y quedó a oscuras, resuelta a
esperar el desenlace del asunto, que no se hizo esperar mucho tiempo.
En efecto, hacia la
medianoche, el mercader de aceite se despertó y asomó la cabeza por la ventana
que daba al patio, y no viendo ni oyendo nada, pensó que todos los de la casa
debían estar durmiendo. Tal como había dicho a sus hombres, arrojó sobre
las tinajas unos guijarros que con él llevaba; como tenía el ojo seguro y la
mano hábil acertó todos los blancos y esperó, no dudando de que vería surgir a
sus hombres blandiendo las armas, mas nada sucedió. Pensando que se habían
dormido, les arrojó más guijarros, pero no apareció cabeza alguna. El jefe de
los bandidos se irritó mucho con sus hombres, a los que creía dormidos, y se
dirigió hacia ellos, pensando: “¡Hijos de perrol ¡No valen para nada!”, pero al
acercarse a las tinajas hubo de retroceder, tan espantoso era el olor a aceite
quemado y a carne abrasada que exhalaban. Se aproximó de nuevo y tocando las
paredes de una de ellas sintió que estaban tan calientes como las paredes de un
horno y levantando las tapas vio a sus hombres, uno tras otro, humeantes
y sin vida.
A la vista de este
espectáculo, el jefe de los ladrones comprendió de qué manera tan atroz habían
perecido sus hombres, y, dando un salto prodigioso, alcanzó la cima
del muro, se descolgó a la calle, y dando sus piernas al viento se perdió en la
oscuridad de la noche.
En este momento,
Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 859
NOCHE
Schahrazada dijo:
“Y llegando a su cueva,
se sumergió en sombrías reflexiones acerca de lo que debía hacer para vengar lo
que debía ser vengado. En cuanto a Morgana, que acababa de salvar la casa de su
dueño y las vidas de cuantos habitaban en ella, una vez que se hubo dado cuenta
de que con la huida del mercader de aceite había desaparecido todo peligro,
esperó tranquilamente a que amaneciera para ir a despertar a su dueño Alí Babá. Cuando
éste se hubo vestido, sorprendido de que se le despertara tan temprano sólo
para ir al baño, Morgana le llevó ante las tinajas y le dijo: “¡Oh, mi dueño!
¡Levanta la primera tapa y mira dentro!” Alí Babá, al hacerlo, se horrorizó y
Morgana se apresuró a contarle cuanto había pasado, sin omitir un detalle, mas
no es útil repetirlo aquí; e igualmente le contó la historia de las marcas
blancas y rojas de las puertas, pero tampoco es de utilidad repetirla.
Cuando Alí Babá hubo
escuchado el relato de su esclava, lloró de emoción, y, estrechando a la joven con
ternura contra su corazón, le dijo “¡Bendita hija y bendito el vientre que te
llevó! Ciertamente que el pan que has comido en está casa no ha sido comido con
ingratitud. ¡Eres mi hija y la hija de la madre de mis hijos y de ahora en
adelante serás mi primogénita!”, y continuó diciéndole palabras amables,
agradeciéndole su sagacidad y valentía. Después de esto, Alí Babá, ayudado por
Morgana y el esclavo Abdalá, procedió al entierro de los ladrones, cuyos
cuerpos, tras pensarlo mucho, decidió enterrar en una fosa enorme que cavaría
en el jardín, haciéndolo él mismo para no llamar la atención de los vecinos.
Así es como se desembazaró de aquella gente maldita.
Muchos días
transcurrieron en casa de Alí Babá en medio del regocijo y de la alegría,
menudearon los comentarios sobre los detalles de aquella aventura prodigiosa y
dando gracias a Alah por su protección. Morgana era mas querida que nunca y Alí
Babá junto con sus dos esposas e hijos, se esforzaba en darle muestras de su
agradecimiento y amistad.
Un día el hijo mayor de
Alí Babá, que era quien regía la antigua tienda de Kasín, dijo a su padre:
“Padre mío, no sé qué hacer para agradecer a mi vecino el mercader Hussein
todas las atenciones con que me abruma desde su reciente instalación en el
mercado. He aquí que ya he aceptado en cinco ocasiones participar, de su comida
del mediodía, sin ofrecerle nada en cambio. ¡Oh padre! Yo desearía invitarle
aunque no fuese más que una sola vez y resarcirle de todas sus atenciones con
un festín suntuoso y único, ya que convendrás en que es conveniente agasajarle
debidamente, en justa correspondencia, a las atenciones que ha tenido para
conmigo.”
Alí Babá, respondió:
“¡Hijo mío, ciertamente ése es el mas grande de los deberes! Tendrás que
dejarlo todo a mi cargo y no preocuparte por nada. Precisamente, mañana
viernes, día de descanso, lo aprovecharás para invitar a tu vecino Hussein a
venir a tomar con nosotros el pan y la sal, y si por discreción busca algún
pretexto, no temas insistir y tráele a nuestra casa, en la que espero que
encuentre un agasajo digno de su generosidad.”
A la mañana siguiente,
después de la oración, el hijo de Alí Babá invitó a Hussein, el mercader que
recientemente se había instalado en el mercado, a dar un paseo. En compañía de
su vecino, dirigió sus pasos precisamente hacia el barrio donde estaba su casa. Alí
Babá, que los esperaba en el umbral, se acercó a ellos con rostro sonriente y
después de saludarlos, expresó a Hussein su gratitud por las deferencias que
tenía para con su hijo y le invito cordialmente a que entrase en su casa a
descansar y a compartir con su hijo y con él, la comida de la tarde, y añadió:
“¡Bien sé que haga lo que haga, no podré recompensar las atenciones que has
tenido con mi hijo, pero, en fin, espero que aceptes el pan y la sal de la
hospitalidad!”
Hussein respondió: “¡Por
Alah, oh mi dueño! Tu hospitalidad es grande ciertamente, pero ¿cómo puedo
aceptarla si tengo hecho juramento de no probar nunca alimentos sazonados con
sal y de no probar jamás ese condimento?” Alí Babá, respondió: “No tengo más
que decir una palabra en la cocina y los alimentos serán preparados sin sal ni
nada parecido.” Y de tal modo instó al mercader; que le obligó a entrar en su
casa. Rápidamente corrió a prevenir a Morgana para que no echara sal a los
alimentos y prepararan las viandas, rellenos y pasteles, sin la ayuda de aquel
condimento. Morgana, muy sorprendida por el horror de aquel huésped hacia la
sal, no sabiendo a qué atribuir un deseo tan extraño comenzó a reflexionar
sobre el asunto, pero no olvidó prevenir a la cocinera negra de que debía
atenerse, a la orden de su dueño Alí Babá.
Cuando la comida estuvo
lista, Morgana la sirvió en los platos y ayudó al esclavo Abdalá a llevarla a
la sala del festín, y, como era de natural muy curiosa, de vez en cuando echaba
una ojeada al huésped a quien no le gustaba la sal.
Cuando la comida terminó,
Morgana se retiró para dejar a su dueño conversar a gusto con su invitado. Al
cabo de una hora la joven entró nuevamente en la sala, y, con gran sorpresa de
Alí Babá, ataviada como una danzarina: la frente adornada con una diadema de
zequíes de oro, el cuello rodeado por un collar de ámbar, el talle ceñido con
un cinturón de mallas de oro, y brazaletes de oro con cascabeles en las muñecas
y tobillos, según la costumbre de las danzarinas de profesión. De su cintura
colgaba el puñal de empuñadura de jade y larga hoja que sirve para acompañar
las figuras de la danza. Sus ojos de gacela enamorada, ya tan grandes de por sí
y de tan profunda mirada, estaban pintados con kohl negro hasta
las sienes, lo mismo que sus cejas, alargadas en amenazador arco. Así ataviada
y adornada, avanzó con pasos medidos, erguida y con los senos
enhiestos. Tras ella entró el joven esclavo Abdalá llevando en su mano derecha,
a la altura de la cintura, un tambor sobre el que redoblaba muy lentamente,
acompañando los pasos de la esclava.
Cuando Morgana llegó ante
su dueño, se inclinó graciosamente y sin darle tiempo a recuperarse de la
sorpresa que le había producido aquella entrada inesperada, se volvió hacia el
joven Abdalá y le hizo una ligera seña. Súbitamente, el redoble del tambor se
aceleró Morgana bailó ágil como un pajaro, todos los pasos imaginables,
dibujando todas las figuras, como lo hubiese hecha en el palacio de los reyes
una danzarina de profesión. Danzó como sólo pudo hacerlo ante Seúl, sombrío y triste,
David, el pastor. Bailó la danza de los velos, la del pañuelo, la del bastón,
las danzas de los judíos, de los griegos, de los etíopes, de los persas y de
los beduinos, con una ligereza tan maravillosa que, ciertamente, sólo Balkin,
la amante reina de Solimán, hubiese podido hacerlo igual.
Terminó de bailar sólo
cuando el corazón de su dueño, el hijo de su dueño y el del mercader invitado
de su amo cesaron de latir y la contemplaron con ojos arrobados. Entonces,
comenzó la danza del puñal; en efecto, sacando de improviso el puñal de su
funda de plata, ondulante por su gracia y actitudes, danzó al ritmo acelerado
del tambor, con el puñal amenazador, flexible, ardiente, salvaje y como
sostenida por alas invisibles.
La punta del arma tan
pronto se dirigía contra algún enemigo invisible como hacia los bellos senos de
la exaltada adolescente. En aquellos momentos, la concurrencia profería un
grito de alarma, tan próximo parecía estar el corazón, de la danzarina de la
punta mortífera del arma, pero poco a poco el ritmo del tambor se hizo más
lento y le atenuó su redoble hasta el silencio completo, y Morgana cesó de bailar.
La joven se volvió hacia
el esclavo Abdalá, quien a una nueva seña, le arrojó el tambor que ella atrapó
al vuelo, y se sirvió de él para tenderlo a los tres espectadores, según la
costumbre de las bailarinas, solicitando su dádiva. Alí Babá, aunque molesto en
un principio por la inesperada entrada de su esclava, pronto se dejó ganar por
tanto encanto y arte y arrojó un dinar de oro en el tambor. Morgana se lo
agradeció con una profunda reverencia y una sonrisa y tendió el tambor al hijo
de Alí Babá, que no fue menos generoso que su padre. Llevando siempre el tambor
en la mano izquierda, lo presentó al huésped a quien no le gustaba la sal. Hussein
tiró de su bolsa y se disponía a sacar algún dinero para aquella bailarina
codiciable, cuando de súbito Morgana, que había retrocedido dos pasos, se
abalanzó contra él como un gato salvaje y le clavó en el corazón el puñal que
blandía en la diestra. Hussein con los ojos fuera de las órbitas, medio exhaló un
suspiro, y, cayendo de bruces sobre el tipaz, dejó de existir. Alí Babá y su
hijo, en el colmo del espanto y de la indignación, se lanzaron hacia Morgana,
que temblorosa por la emoción, limpiaba su puñal en el velo de seda y como la
creyesen víctima del delirio y de la locura, la asieron de las manos para
quitarle el arma, pero ella con voz tranquila, les dijo: “¡Oh amos míos!
¡Alabemos a Alah que ha dirigido el brazo de una débil joven, para así castigar
al jefe de vuestros enemigos! ¡Ved si este muerto no es el mercader de aceite,
el capitán de los ladrones, el hombre que no quiso probar la sal de la
hospitalidad!”
Mientras hablaba, despojó
de su manto al cuerpo caído, y mostró bajo sus largas barbas, al enemigo que
había jurado su destrucción. Cuando Alí Babá reconoció en el cuerpo inanimado
de Hussein al mercader de aceite dueño de las tinajas y jefe de los bandidos,
comprendió que por segunda vez debía su vida y la de su familia a la adhesión
atenta y al coraje de la joven Morgana, por lo que abrazándola, con lágrimas en
los ojos; le dijo: “¡Oh Morgana, hija mía! Para que mi dicha sea completa, ¿quieres entrar
definitivamente en mi familia como esposa de mi hijo, ese bello joven que aquí
está con nosotros?” Morgana besó la mano de Alí Babá y respondió: “Acato y
obedezco.”
El matrimonio de Morgana
con el hijo de Alí Babá se celebró sin tardanza ante el kadí y los testigos, en
medio de gran alegría y regocijo. El cuerpo del jefe de los bandidos, ¡que él
sea maldito!, se enterró en secreto en la fosa común que había servido de
sepultura a sus antiguos compañeros.
En este momento,
Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
PERO CUANDO LLEGO LA 860
NOCHE
Dijo Schahrazada:
“Después del matrimonio de
su hijo, Alí Babá escuchaba atentamente las opiniones de Morgana, y, siguiendo
sus consejos, durante algún tiempo se abstuvo de volver a la caverna por temor
de encontrar a los dos bandidos restantes, cuya muerte ignoraba, y que en
realidad, como tú sabes, rey afortunado, habían sido ejecutados por orden de su
capitán.
Hasta que pasó un año no
estuvo tranquilo a ese respecto, pero una vez hubo transcurrido ese tiempo se
decidió a visitar la caverna en compañía de su hijo y de la avisada Morgana.
Ésta, que durante el camino no dejó de observar cuanto veía, al llegar a la
roca se apercibió de que los arbustos y las grandes hierbas obstruían por
completo el sendero que rodeaba a aquélla y que, por otra parte, en el suelo no
había rastro de pisadas humanas ni huella alguna de caballos, por lo que,
deduciendo que desde mucho tiempo atrás nadie debía haberse acercado a aquellos
parajes, dijo a Alí Babá: “¡Oh tío mío! ¡No hay inconveniente; podemos entrar
sin peligro!” Alí Babá extendió las manos hacia la puerta de piedra y pronunció
la fórmula mágica, diciendo “¡Sésamo, ábrete!” Lo mismo que otras veces, la
huerta obedeció como si fuese movida por servidores invisibles y se abrió
dejando paso libre a Alí Babá, a su hijo, y a la joven Morgana. El antiguo
leñador comprobó que, en efecto, nada había cambiado desde su última visita al
tesoro; por lo que se apresuró a mostrar a Morgana y a su hijo las fabulosas
riquezas, de las que era él único dueño.
Una vez que vieron cuanto
había en la caverna,
llenaron de oro y pedrería tres sacos grandes que habían llevado con ellos y,
volviendo sobre sus pasos, después de pronunciar la fórmula de apertura,
salieron de la cueva.
Desde entonces vivieron
con tranquilidad, usando con moderación y prudencia las riquezas que les había
otorgado el Generoso, que es el único grande. Así es como Alí Babá,
el leñador propietario de tres asnos por toda fortuna, llegó a ser, gracias a
su destino, el hombre más rico y respetado de su ciudad natal.
¡Gracias a Aquel que da
sin medida a los humildes de la tierra! He aquí, ¡oh rey afortunado! -continuó
diciendo Schahrazada-; lo que sé de la historia de Alí Babá y los cuarenta
ladrones, pero ¡más sabio es Alah!
El rey Schahriar dijo:
-Ciertamente,
Schahrazada, que ésta es una historia asombrosa, pues la joven Morgana no tiene
par entre las mujeres de hoy. Bien lo sé yo, que me vi obligado a cortar la
cabeza de todas las desvergonzadas de mi palacio.
Fuente:
http://bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/literaturaasiatica/lasmilyunanoches/AliBaba.asp
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